A mis nietos Pablo y
Lucía
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Como un cuento inocente, seguramente
irrelevante para los parámetros con que hoy se mide la entidad humana y la
sensibilidad de las cosas, pero que forma parte de mi relación de amistad con
el poeta de poetas, Pepe González Marín, cuyos versos los rimaba con la métrica
y el ritmo del diario vivir, y por eso, lo uso como patrón oro para valorar la grandeza de alma del amigo
efusivo. Porque tratar, como suele hacerse,
de descubrir y ofrecer el jardín espiritual de un ser humano solo con
adjetivos más o menos rimbombantes, descripciones forzadas desprovistas de mínimas concreciones, nos podría llevar,
tal dijo Horacio “...a pintar un delfín en la selva y un jabalí
en el mar...”.
Los detalles mínimos son
los definitorios de un carácter y una condición humana; y yo, que traté y
fui amigo del artista paisano, puedo, y
debo, aportar esos menudos detalles que dibujan su cabal perfil y sensibilidad
humana siempre rebosante de poesía.
La historia alada e ingenua como un
sueño, empieza en el cortijo en donde nací y pasé mi primera niñez, La Alhóndiga ,
sita a no más de un kilómetro de Cártama, en plena vega guadalhorceña, a menos de 100 metros (sobre un promontorio
atalaya) del cauce del río, umbroso soto
por medio. No había en el enorme cortijo (100 fanegas de regadío y otras 100 de
secanos, incluido el entrañable olivar del Cerrillo del Molino), más niños que yo. Mi nacencia fue un tanto
accidentada: Volvía mi madre de la casa de sus padres (mi abuelo Canito y mi
abuela María) en el “Cortijo el
Convento”, término del Alhaurinejo, montada en su mansa burra y en avanzado
estado de gestación de su primer hijo,
quien esto escribe. A punto de salir del
olivar del Cerrillo del Molino que iba atravesando, se sintió indispuesta.
Había “hecho aguas” y sentía los primeros retortijones. Se encontraba ya a unos
150 metros
de la Alhóndiga. A sus voces, y las de una
hermana que le acompañaba, acudieron
cuatro carboneros que con la leña de la reciente tala de los olivos,
echaban hornos de carbón. Uno, saltó a la culata de la burra y cogió a mi madre
por detrás, otros dos iban a su lado asiéndola con sus brazos y, un tercero, tiraba del cabestro de
la bestia, todo ello a priesa por imperativo obvio. Mi tía, corrió a decirle al
chiquichanga del cortijo que, en la yegua, fuera a
galope tendido al pueblo a por el
médico. Dos horas después, mi madre tenía su primer hijo en los brazos.
Mi vida cotidiana discurría entre boyeros, gañanes, muleros, braceros y
peones de cuya jerga campesina aprendí mis primeras palabras y sus significados...y,
en contacto con cuantos animales y ganado que por piaras tenía la finca
labrantía, lo cual me adelantaron la
experiencia vital e incardinaron mi incipiente cultura y argot en temas
campesinos casi exclusivamente.
En casa anexa a la del “señorito” y por otro
lado contigua a pajares y tinado, con
entrada y salida por el patio de establos y cuadras,
vivíamos la familia. En la puerta de entrada (no había otra), existía un
porche en alto con relación al patio de
labranza, rodeada de un sólido poyete al que en verano daba sombra una enorme
parra de uvas gazpacheras.
En el cortijo, digo, no había más
niños que yo y una hermana chiquitirrina, Ana. Mis únicos amigos eran los peones antes dichos que atendían las distintas
labores y faenas de la finca. Me querían, y yo a ellos. Cada mañana me traían
del pueblo golosinas o algún juguetillo. Y también eran mis amigos los animales
y los pájaros que pipiaban en el soto; los mismos (cogujadas, alondras,
pipitas, tontitos, gorriones, trigueros, etc) que en las besanas poblaban los surcos buscando
los insectos o semillas enterradas que el arado iba volteando y poniendo a flor de tierra. Constituía para mi un bello espectáculo ver a
los reineros blancos recorrer la besana una y otra vez subidos en el lomo de las vacas o bueyes de
las yuntas espulgando sus moscardas o garrapatas.
Mi madre siempre estaba regañando a los que
me traían chucherías: “le embotais el
estómago y luego tengo que pulgarlo...” ¡Cómo
llegué odiar el aceite de ricino y el agua de carabaña...! Mi padre era un simple asalariado con un sueldo de 2.50
pesetas.
Mi abuelo materno, “Canito”, le dio a mi madre como dote al contraer matrimonio una hermosa novilla llamada, “Confitera”. Yo esperaba que pariera el
becerrito que “será tuyo para que juegues con él” me decían. Casualmente, vi nacer a la cría. Nadie se encargó de evitar
que yo desde el porche presenciara el
parto de “Confitera”; fue asistida por mi padre y el boyero, “Paco el Tito”,
y me llamó la atención que tiraran de las
manecillas y la cabeza de la cría
cuando empezaron a asomar, con un suave
saco de lona para aligerar el trámite. Cuando salió, la madre de pie, la cría
cayó al suelo, y yo grité sobrecogido: “¡malos,
me habéis matado mi becerrito...!”; era
yo demasiado niño aún para comprender esos misterios de la vida. Pero mi júbilo
estalló como una bengala cuando tras limpiarla la madre con su boca, la cría se
levantó torpemente y, a trancas y barrancas, buscó las ubres maternas y empezó a mamar de ellas a los pocos minutos
de haber nacido ¿qué voz misteriosa le indicó en donde estaban los pezones de los que debía mamar?
La cría era una preciosa becerra de
pelo endrino y brillante como la piel de las nutrias del río, a la que le
pusieron “Castaña”. Era grácil y
juguetona. Desde el primer día fuimos amigos inseparables. En aquellas
circunstancias en las que hasta un niño percibía tensiones de guerra, Castaña fue el mejor regalo que pudieron
hacerme. Yo compartía mis golosinas con ella; resultó golosa a más no poder. Cuando iba al
soto o a la era, o en busca del cabrero que guardaba el rebaño en el manchón
y siempre me ordeñaba de la cabra parida
un jarrillo de leche, yo hacía un muñón con un trapo que llevaba e iba mojando en la lecha y dándoselo a Castaña que, de tal guisa, compartía la tibia
leche conmigo. Al regreso hacia el cortijo, todos se sorprendían de que se
prestara a llevarme a horcajadas sobre su lomo, sin que la ya novillota,
hiciera un extraño ni un movimiento brusco
para derribar la carga; todo lo contrario, yo armado de plácida paciencia le
dejaba que de vez en cuando se pusiera a
ramonear las yerbas que encontraba cerca del camino. No teníamos prisa y yo,
mientras ella mordisqueaba las hierbas,
iba saturando mis retinas de paisajes. Me llamaba la atención aquella
casita en medio del monte, que luego supe era la Ermita de la Virgen de Los Remedios.
Y, vino la guerra civil. La familia
nos fuimos a vivir al pueblo. Pasaron muchas cosas trágicas que no son de este
relato, y ya no volví a ver a Castaña,
hasta que, pasado un año, mi padre, rehecho en parte del sufrimiento
durante siete meses que pasó huido y escondido entre las
breñas de la sierra, desde que se escapó
del coche en el que le daban “el paseo”,
él volvió a reiniciar sus tareas, ahora en un lote de tierras que cogió en
renta de las del Cortijo de la Alhóndiga. En
la nueva pesebrera, entre el resto de vacuno, estaba nuevamente Castaña, que durante la ausencia de mi
padre cuidaron mis tíos en sus tierras, y ellos, la domaron para el ubio.
El día que bajé a la nueva pesebrera
por primera vez, pasado un año, quienes
presenciaron la escena no daban crédito
a lo que veían. Al reconocerme, “Castaña”
temblaba de forma extraña. Emitía tenues
gemidos. Tiraba del cornil y hubo de soltársela
para evitar que lo partiera. Me daba, igual que antes, suaves
hocicadillos, como invitándome a correr, como queriendo volver a jugar conmigo;
y así fue. Me volví a subir a su sedoso lomo y, entonces, serenada ya, la dejé
hacer; tras algunas vueltas alrededor del sombrajo llevándome sobre su lomo,
volvió a su pesebre.
Pero habían pasado muchas cosas; yo
ya no era el niño solitaria de un cortijo aislado en la ribera. Tenía
obligaciones escolares que me había tomado muy a pecho; otros niños
eran mis amigos y compañeros de juegos, y aunque mis sentimientos hacia “Castaña”
nunca se modificaron, si cambió lógicamente la frecuencia y las
características de nuestros contactos. Ya era una vaca de labor.
Cuando aquel volví a casa, estaba en
ella para cenar con nosotros, PEPE GONZÁLEZ MARÍN, al que mi padre le contó la escena de aquella
tarde entre “Castaña” y yo. Fue
entonces cuando empecé a conocer y a querer al poeta cartameño. No esperaba que
un hombre, por el simple relato de mi padre sobre algo que, si no corriente,
tampoco era inaudito, él lo singularizase y se emocionara. Al llegar yo a la
mesa cortó el discurso a mi padre e hizo que yo mismo le
contara la historia con los registros
naturales de mi propia y emotiva vivencia. Me dio un emocionado abrazo y,
una y otra vez,
él contó el hecho por doquier cada vez que tuvo ocasión. Era un poeta.
Ese día de 1.938 (tenía yo 7
años) nació una íntima y entrañable
amistad entre el niño y el genio de la poesía y el teatro que duró hasta su muerte en mayo de 1.956.
Un veraniego día de años después,
los operarios de la labor paterna y yo, teníamos un nudo en la garganta viendo a Castaña con una soga a la
cuerda tirada por el comprador a quien
mi padre la había vendido. Ella hacía retranca
y volvía la vista hacia todos nosotros y el sombrajo por cuyas piqueras
salía el vaho de sus compañeras y hasta
de dos hijas que quedaban en el “hogar” en donde a ella le gustaría seguir
hasta morir.
Me separé a llorar solo; en ello
estaba, oculto tras las sierpes de un granado próximo, cuando vi que cercano
ya, desde el pueblo venía PEPE GONZÁLEZ MARÍN, al que hice señas señalándole la marcha de “Castaña”. Él comprendió de inmediato, e
hizo aparatosas señas al tratante de
ganados para que le esperara.
Mi padre, sorprendido por la
irrupción del amigo, dijo al comprador: “Siga
usted con la vaca, el trato está hecho y yo tengo palabra...” Ante mis protestas salidas de tono, se había visto obligado a darme un pellizco en
el cuello. En realidad es que mi padre, comiéndose los sentimientos, por la
problemática economía agrícola se vio impelido a vender “Castaña”; era la más vieja de la pesebrera e iba dando de
corto en el trabajo.
El comprador no sabía que hacer.
Había reconocido a GONZÁLEZ MARÍN que no
tardó en llegar al sitio del conflicto. Sin ningún preámbulo, le dijo al comprador del animal: “¿Cuánto le ha costado la vaca...?” “Don
José, contestó el tratante, he pagado por ella dos mil pesetas...” PEPE
GONZÁLEZ, echando mano a su cartera le dijo: “ Pues le voy a dar a ganar más que si la lleva al matadero para carne..., tenga, mil pesetas
y esta noche venga a mi casa por otras mil y la ganancia que estime justa” “Y tu
Frasquito (le dijo a mi padre” ¿se
queda “Castaña” aquí o busco a otro labrador amigo para que la tenga hasta su
muerte”
Saltaron conmigo otros operarios
jóvenes sobre el lomo de “Castaña”
y, con nosotros a cuestas, volvió a su pesebre... Murió en su “casa” y está
enterrada en el venaje lindero a la
realenga que lleva al vado de Las Tres Leguas, que tantas veces recorrió “Castaña” tirando, uncida
a ella, de la carreta de la labor.