Nacida brizna, llegó a multicentenaria la frondosa encina de la vera del camino
que serpea por la ladera de la pina montaña hasta trasponer por la cima.
Su
umbrosa copa ofreció siempre generosa sombra a
cansados caminantes. Sus sólidos frutos
mitigaban el hambre de extenuados
peregrinos, viandantes del ideal y
bucólicos pastores de serranías.
Con
tal probidad vivió siempre la enorme encina que, por ello, la gratitud de los transeúntes llamaron
a la trocha, “El camino de la encina”, para perpetuar así su memoria de árbol samaritano.
Durante
siglos, en duros inviernos la noble
cupulífera era acosada por furiosas ventiscas, huracanes y tempestades
que la desfoliaban y le manqueaban alguna de sus alguna de sus
ramas; algún que otro furtivo leñador hacían de su hojarasca haces de ramón para
alimentar el fuego de tahonas y talabanle
ramas con hachas de doble filo haciendo de ellas leña para carbón vegetal en aras de intereses crematísticos.
Pero, aún dolorido, el gigante árbol seguía
impertérrito, adusto y firme a la vera
del camino, seguro de que con la primavera volvían a rebrotarle ramas gloriosas que ofrecerían de
nuevo flores y, en los estíos, su tupida
copa seguiría su fresca sombra y adusto alimento de bellotas mitigadoras del hambre los transeúntes del sendero que,
después, aliviaban la sed en la fuentecilla de aguas cristalinas que brotaba en el balate cercano. Y en su
tupida fronda seguían anidando
bandadas de avecillas canoras
que, cada atardecer, ofrecían al cielo
su inefable salmodia de pipiares acurrucados ya entre algunas hojas
protectoras don dormir durante la noche
Pero un día, un nefando
día, un imponente enjambre de viles bestezuelas (termitas, orovivos, hormigas,
cucarachas, etc) a los que antes, con su bondadosa indiferencia de árbol
generoso les dejaba medrar por el
exterior de su corteza, juzgaron más
lucrativo libar directamente de la sabia que corría por los vasos leñosos y liberianos de la proba
encina. Estos taimados y ruines bichejos, con millones de mordiscos en el corazón de la noble madera,
consiguieron vaciar de sabia y ahuecar el maderaje del fornido tronco del
benéfico árbol cabe la pina trocha, de tal forma, que ya una leve brisa,
haciendo vela con enorme copa, fue
suficiente para dar con él en tierra, vencido
y abatido hasta morir.
Moraleja:
¡Qué
melancolía y decepcionada tristeza suscitó siempre en mi
alma, la vida y muerte de la vieja encina de la vera del camino!