“A mí ---como a miles de millones en la Historia de la
Humanidad--- creer me hace mejor”. No digo sino que soy mejor de lo que sería
de no ser creyente. Y, por supuesto, está visto y comprobado que cuando la
creencia se traduce en hechos, el mundo es más humano, “la convivencia más
cordial y la paz se hace posible…” Muestra fehaciente son los millones de ejemplos que se dan en
todo el orbe en Navidad por obra y gracia de que en alguna medida (menos de lo
que debiera ser) tenemos en cuenta el mensaje de amor, ternura y justicia que
nos dejó un bello Niño nacido en Belén
por estas datas hace 2.018 años .
En estas fechas conmemorativas de tan mirífica Buena Nueva, es cuando los seres humanos nos
decimos a nosotros mismos: “Año nuevo, vida nueva” (se entiende que a mejor en
nuestro actos y afectos). Y, unos a
otros (yo creo que, salvo algunos rutinarios, de corazón): ¡¡FELIZ AÑO NUEVO!! .
Por lo dicho, el hecho de que yo crea en Dios, beneficia a no
pocos y no perjudica jamás a nadie porque, creer en Dios (la Navidad celebración de ello
y no motivo de hartazgos de manjares; sí de compartirlos con tan abundante cantidad de prójimos que
nada tiene que comer, ni esas fechas ni
nunca) es en alguna medida a tener en cuenta el Mandamiento Nuevo: “Amaos los
unos a los otros” y, en virtud de lo
cual, dar de comer al hambriento, de beber al sediento, posada al peregrino ---¡cuantos de ellos (peregrinos y sedentarios) abundan ante
nuestra vista durmiendo a la intemperie---, corregir al que yerra, y enseñar,
señores políticos y maestros, al que no sabe y no manipular su mente y sus derechos en beneficio
propio. Y, para terminar esta reflexión: ¡¡¡No odiar jamás y sin embargo saber
combatir: El mal, el error, el pecado
(sí, el pecado: la mentira, la avaricia, el egotismo que siempre acaba en
egoísmo, el derecho de los justos indefensos…), y, no ser propagandistas del mal, sino de lo
positivo que puede tener la vida, que es mucho siempre que en los hombres anide la buena voluntad, el hálito de la
BUENA NUEVA que nos dejó instada el niño que nació en el Portal de Belén hacia
el que, en una hilera de almas, se dirige la caravana humana.