A “Paquito Pupilo” y
a su hermano Miguel (“Miguelón”), gente
del campo, amigos a los que quise como hermanos, que hubieron de emigrar para vivir y morir con añoranzas del terruño sureño en las
brumosas tierras del norte (De mi libro a punto de edición, “ECOS DE LA
ALHÓNDIGA”.
Las campanas
de la Ermita serrana ( con las parroquiales antaño reloj de jornaleros y
pobres), anunciaban otrora con sus angelicales arpegios metálicos que eran las
doce, que el día horario se había partido en dos y, había llegado en los campos
labrantíos la hora de “caer al rengue del almuerzo”. Los braceros ya tenían
volteada media jornada en sus duras bregas con la tierra.
Por veredas, cerillos, angosturas y sendas de
herraduras, bajaban hacia la vega un goteo de mujeres y chaveas que iban a
llevarle el almuerzo a esposos o padres. Colgado del hombro con un ramal de esparto o
pita ad hoc, llevaba el canasto de cañas y bordes de olivo; dentro el pan
moreno, la fiambrerilla con tomates, papas y pimientos fritos (estos si verano)
guarnecidos con un huevo o unas manecillas de boquerones, jureles o cosa
parecida, de lo que debía dejar algo para la hora de la merienda y, como postre,
a veces una batata cocida cuando no naranjas de aquellas cajeles o calabacitas;
a veces un puñado de higos prensados a lo que, si había huerto cercano se le
solía añadir algún melón, sandía o granada si era su estación.
En la otra
mano, cogida con un trozo de guita gruesa amarrada a las asas, la olla con
cazuela de papas, de fideos o de arroz claro, casi nunca con carne (eran los
años de la “churripampa”.
Sentados en
algún terrón o en el “jato” de la bestia, yantaban de olla y canasto. Tras
ello, tiraban de petaca, librito “Bambú”
y “mistero” de torcía” y, echaban un
cigarro. Liar un cigarro de picadura era un arte.
Cumplida una
hora de comida (era el rengue más largo entre revesos) se reanudaba la áspera tarea dividida en dos revesos con rengues de media hora por medio y
tras ellos se daba de mano. Este era el yantar de los ascéticos jornaleros de
posguerra hasta que el Fuero de los Trabajadores implanto jornadas máximas de 8,
6 y 5 horas según los trabajos.
Cuando
aquellas abnegadas esposas volvía a casa, ya los pequeños habían dado
cuenta del almuerzo que les dejó preparado; tomaba ella un somero piscolabis,
lavaba a los críos cara y manos y al toque de vísperas de las campanas parroquiales (din,din, din don
“que son las dos”) ponerle en la mano
pizarra, pizarrín, el Catón o la Enciclopedia Álvarez y…:” venga a correr, no llegad tarde a la escuela que os tenéis que hacer
hombres de provecho…”
Así de dura
era aquella época de posguerra para mayores y niños; pero no se sabía que era
la droga, conocíamos el nombre del vecino y los respetábamos como a los padres,
no sentíamos miedos salvo a las pesadillas, las “bichas” y a los “Tíos
mantequitas”; si nos sobraba en el bolsillo una perrachica (5 céntimos de
peseta) que nos diera la madre para chuchería, sabíamos desprendernos de ella
si algún pordiosero suplicaba: “niño…una
limosnita por Dios”; no sabíamos de “ derechos humanos teóricos”, porque
casi todos los humanos caminaban derechos; sabíamos jugar con los animales y
hacernos con herramientas bastas nuestras propias carretitas y camionetitas
para jugar (no había dinero para juguetes), rezábamos la oración de la noche
con nuestras madres, y, el ejemplo que recibíamos
de los mayores era que la honestidad es el mayor orgullo de la persona humana
y, la mentira, una maldición.
Hoy nos agarramos a una esperanza: el retorno de la
verdadera vida, simple como una gota de lluvia, limpia como un cielo de abril,
leve como la brisa de la mañana amando el progreso basado en los auténticos
valores