(De mi nuevo
libro, terminado y pendiente de editar, “Ecos de la Alhóndiga”)
450 páginas con 100 relatos análogos
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Era el “tío Bernardo”
dueño de una pequeña labor con cuatro fanegas
de regadíos segregadas del Cortijo de la Alhóndiga en plena
ribera del Guadalhorce; finca antes llamada de Bracho, al que Bernardo la compró con pagos fraccionados en
plazos.
Lindaba
con la
acequia del Barullo por el trozo de ésta llamado “Atraque de La mimbres”
por el sur y, el resto en cuadro con la finca matriz. La acequia toma sus aguas en represa ad hoc en el cauce del
río Guadalhorce, que riega una dilatada vega
en un recorrido de cómo tres
leguas.
En una
pequeña meseta junto a la
acequia, a salvo de las avenidas del voltario río Guadalhorce se alza la
casa-vivienda: Planta baja con trojes para
granos, alacenas, trastero de aperos,
amplia cocina con horno de leña para
cocer el pan casero amasado a puño, comedor y, paremos de contar. Planta alta dedicada a dormitorios. La entrada la tenía mirando a sol
naciente, al pueblo y, por ende, a la Ermita de la Virgen de Los Remedios que
parece levitar sobre aquel; ante la puerta un amplio porche empedrado, rodeado de un poyo de obra y sombrado durante
las canículas con una tupida parra de uvas negras gaspacheras. En definitiva,
una típica y acogedora casa de pequeña labor guadalhorceña.
En el patio interior (siempre todo a
mano) un gallinero con nutrida parva de aves de corral a las que cada mañana se les abría la trampilla de entrada y salida a las
gallinas para que durante el día campearan y se alimentaran n, ahorrando así
granos, de insectos y semillas.
Adosados al lateral Este, el “tinao” y la cuadra. Y,
como a 10 metros ,
las corraletas para ganado de cerda que aprovechan los desperdicios de huerta y
domésticos, lo que supone un complemento
en las eternamente raquíticas rentas del campo.
Una
vez por semana pasaba por “Lo Bracho”
(que así le llamaban la la gente del pueblo a la explotación del “tío
Bernardo”) el recovero en su bestia con
serón de recoba; era quien suministraba a la familia toda clase de ropas, tejidos y
otros enseres, desde agujas de costura e
hilos a unas tijeras; hacía el cobro en especies: pollos, huevos, cereales,
gallinas viejas que solía vender a buen
precio para caldos a parturientas para mayor abundancia de leche que tenía
sentido en aquellos tiempos de ralas
comidas., etc. De tal manera Elena gozaba de un
nutrido ropero y, la casa, a más de limpia como el jaspe, sin penuria ni falta
alguna; clásica economía doméstica de la
gente del campo del enorme diseminado rural de entonces que cobijaba a la mitad
del censo del municipio de Cártama.
En
la fecha de que hablamos, Bernardo era ya viudo; su esposa había muerto del “dolor miserere” (apendicitis pasada), dejándole tres hijos: dos
varones y la hija menor llamada, como
apunté antes, Elena.
El
buen padre, de rostro curtido, enjuto y
circunspecto, seguía sintiendo tristeza por la ausencia de su esposa. Fue enseñando a sus hijos por las noches antes de
la duerma, y a la luz de un carburo, cuanto él había sabido en las escuelas nocturnas tras dar de mano de sus faenas, como también, que
no es poco, lo aprendido en la dura
brega con la vida y con la áspera tierra; el ratio de analfabetismo nacional rozaba en
estas datas el 75% de la población, cosa
no incompatible con la profunda cultura empírica adquirida por los
labriegos en su lucha con la tierra tan exigente en esfuerzos humano en tajos, besanas,
cavas, binas y otras faenas siempre duras. Sabían aquellos hombres de antaño deducir lluvias y sequía a través de las
cabañuelas, de las fases de la luna
adecuaban las siembras, del cerco de la
luna colegían si llovería pronto o no,
y de la altura del lucero miguero en el cielo la hora de pasturar el ganado y de llevar a
cabo el inicio de otras faenas, etc.etc.
Un
día, en una de aquellas terribles glebas militares para luchar contra “el
moro” en África, fueron movilizados
los hijos
varones del “tío Bernardo” y, como
tantos otros, jamás regresaron. El pobre labriego se sumió en la más punzante
e inextinguible tristeza; vivió por y para su hija que iba creciendo y madurando plena de
vitalidad.
Elena, ya núbil, era una de las mozas más agraciada y celebrada del entorno; también
imprescindible ayuda de su ya viejo
padre en las tareas labriegas, amén de mantener el hogar ordenado y limpio como un templo y
preparar a diario la comida.
Como
el de todos los años, aquel verano se
alojó en las dependencias ganaderas del cercano Cortijo de la Alhóndiga , la parada de
sementales a la que los labradores llevaban sus yeguas y burras para
que las cubriera el semental correspondiente con garantías de pedigree.
El
día que le tocó el turno a la yegua de su labor, Bernardo se sentía indispuesto y encomendó a su hija que ella
la llevara al macho. Este año
quería que la cubriera el borrico garañón a fin de que, llegado el día, pariera
un mulo con el que renovar, en su tiempo, la yunta de
labor.
El
menestral de la parada era un fornido y bien parecido mozo, poco mayor que la zagala.
Aunque
avezada en toda clase de actividades agroganaderas propias de la comarca, el
ayudar al acto de cubrición de la yegua
fue para ella una insólita experiencia; la vivencia le despertó
instantáneamente emociones desconocidas;
suscitaron en Elena sensaciones de vida nunca sentidas.
No
le pasaban desapercibidas las intensas miradas
que a toda su anatomía dedicaba el guapo mozo. De pronto, experimentó las naturales apetencias de su condición de
mujer en todos sus grados.
Por
imperativa orden interior corrió al
tinado y por una escalera de vareo subió al henil, tumbándose en los muelles pajotes de pasto
seco. Al verla el joven desnuda en toda su gloriosa anatomía de miríficas
curvas, ahuecado el vientre y sus hermosas piernas
haciendo uve, quedó petrificado.
Quedamente,
en un leve susurro, la diosa carnal le dijo:
--Vente a mí, tómame...
Sus
ojos eran sombras en canícula férvidos de deseos y apremios inaplazables;
sintió que su seno era regado por hilos de nieve tibia.
Con
voz ronca como la campiña del contorno dio un grito cual codorniz entre bledos
y, saciada de infinito, musitó:
--
¡Que dulce...Ya soy tuya amor...!
--Y yo tuyo.... Mañana al trasponer el sol nos vemos
en el atraque, bajo la mimbre de la acequia.
Cuando
el sol teñía el cielo por poniente con candilazos de fuego, la niña retornó al
hogar con la yegua de reata cogida de las bridas. Sentía que algo nuevo había nacido en
su seno aquella tarde luminosa. A los
dos meses dijo de sopetón a su padre:
--Padre, voy a tener un hijo
--Del mozo de la parada ¿verdad hija...? Y él qué dice...
--Los paseos que doy todas las tardes estoy con él y quiere
casarse conmigo...
--¡Gran Dios, gracias; la guerra me quitó dos hijos y Tú me
los devuelve asina...Gracias, Dios, puedo morir tranquilo!.