Ya ni siquiera se ven aquellos
gorriones urbanos que ajergaban con sus pipiares los aleros de los tejados endulzando
nuestros despertares; ya las niñas y mozuelas no juegan a la comba con la soguita con que
para ellas, de cinco ramales que eran más coquetas, les hacía solícito algún cabrero familiar mientras
guardaba el ganado en los manchones. Ya las golondrinas no reciben
en los aéreos cables de “la luz” en liricas hileras como monjitas chiquitirrinas,
los primeros resplandores de la aurora luminosa que como mano divina desde detrás de los cerros nos allegan
a Dios; ; ya apenas se ven aquellas golondrinas
que desde las goteras de los secanos acarreaban barro y matitas y plumillas
para fabricar sus recoletos nidos bajo los aleros y en las vigas de madera de
los tinados y nos eran tan familiares a las gentes labriegas; Bécquer las hizo
famosas con su poema inefable: “Volveran
las oscuras golondrinas de los tejados sus nidos a colgar, pero aquellas que
contemplaban nuestra dicha… esas, no volverán…”.
Ya no hay en las casas patios con macetas de pilistras, dondiegos, geranios, albahacas y
yerbabuenas, y el tilo y jazmines con cuyas flores las hembras hacían guirnaldas
que las hembras se ponían en sus cabelleras y al
pasar por nuestro lado nos embriagaban de finos olores que encendían los deseos. Ya no se ve una alondra
levitando en el cielo y modulando bellos trinos; ni cogujadas en los surcos ni tras
los terrones; ni bandadas de jilgueros comiendo las semillitas negras en los
cardos borriqueros; ni bandas de chamarines ni trigueros, ni vienen las
avefrías en el invierno con sus gráciles peinetas de plumas tras la nuca; ni arrullan las tórtolas en los
sotos del río, cuyas aguas permitían el baño sin riesgo alguno; ya no se ven
agachadizas en los corredores de agua. Ya las madres no les cantan nanas a los
niños ni los mecen en su regazo en una silla de aneas (tras, tras, tras, tras…)
ni les dicen cuentos e historias para
ensoñarlos.
Ya no vale la palabra
y ha cobrado carta de ciudadanía el embuste, la trápala y la trola tan rentable
a los descerebrados políticos (hay excepciones); ya estamos en lo que se ha
dado en llamar sin rubor “la era de la posverdad”; ya no hay palabra entre los
hombres de cuajo porque hasta el cuajo se ha perdido. En una palabra, ya
tenemos el Progreso, la era de la extinción de los pájaros y animales
beneficiosos y ha devenido el imperio,
hasta para los niños de leche, de las “maquinitas”. ¡VIVA EL PROGRESO, VIVAN LOS “PROGRES”…