Cártama, pueblo labriego
Las
parras y el pegujal de tomates estaban
pidiendo a voces el azufre; pero no había sido posible aún porque las
amanecidas y parte de las mañanas, horas de hacerlo, venían siendo algo ventosas y el azufre (polvo finísimo ad hoc) “volaba”
sin que lo aprovechara la planta.
La preocupación de los labriegos
en aquel momento era que parras y tomateras
empezaban a dar señales iniciales de riesgo de ser invadidas por el mildeu
(“tizne”) y, el oídium (“gangrena” vegetal); éste requería que al azufre se le añadiera alta
dosis de polvos de cobre, único antídoto entonces conocido..
Mi
padre, tenía encargada esta faena en cuanto se echara el viento tempranero, al
capataz de su mediana labor, Miguel Ruíz,”Miguelón” y, al mando de él, su hermano, Paquito Pupilo (nombradía cariñosa), Pepillo de la Santi y,
a mí mismo, por estar de vacaciones; mi
padre no concebía que su hijo, por estar de vacaciones (él jamás las tuvo)
fuera vagueando de acá para allá sin dar
el callo como lo daba él.
Miguelón,
además de capataz de mi padre, echaba
pegujales a medias con él en sus tierras
quien, además de poner la tierra,
también facilitaba el estiércol si se estercolaba la haza
y su acarreo con carreta (incluido jornal del carretero) al terreno y, la mitad del abono químico con
sus tres elementos (superfosfato, potasa
y nitrogenados), barbechaba y asurcaba con sus yuntas; el medianero ponía la mitad del abono químico
y toda la mano de obra para la siembra, cavas, binas, riegos, saque de productos, etc. Y, del rendimiento obtenido se hacían dos partes
iguales, una para cada medianero.
Por
fin, un día, con las claras del día asomando por naciente, el vozarrón de
Miguelón nos despertó a todos los que dormíamos sobre la parva que se trillaba
en la era: “¡¡¡Muchachos arriba!!! ¡No
hace viento ni ha caído “rociá”, coged los fumigadores y los sacos de azufre;
todos apriesa que hay que hacer el azufrado sin perder un minuto, el tiempo es oro…, se
puede levantar el viento otra vez! Tú Paco coge la escalera de vareo y vete a
las parra
y empieza a azufrarlas con
cuidado de no caerte de la escalera, primero
por arriba y, después, al contrario. El resto vamos a
los tomates y que cada uno coja un cantero azufrando las matas sin parar un
segundo…¡¡¡Coño, despertad de una vez y
vamos de bulla que tenemos que dejar la tarea hecha esta mañana…!!!”
Acabada de un tirón sin ni siquiera un renguecillo la faena y aseguradas las cosechas contra las
virosis que las amenazaba, caímos a almorzar de los canastos de cada uno y echamos
después una larga siesta en la gañanía.
Por la tarde nos fuimos a bañarnos al pozancón de la Estacada en el río y
desprendernos así del embadurne de
azufre y cobre.
Mientras
dormíamos la siesta, el morero (Antonio, “Niño de la Ramona”) en la era le
cantaba desde el rulo temporeras de la trilla a la adormilada
collera:
“La
yegua de la manoooo
Tiene un potrito,
Con una patita blanca
Y un luceriiiito…
¡¡Lucera, Blanca, Paloma, ven aquí,
toooma!!! Con una patita blanca y un lucerito, y un luceriiiito…”