Era un
verano de la década de los cuarenta. Vacaba yo de mis estudios de bachiller en
Cabra, y mi padre, dueño de una mediana
labor segregada de las del Cortijo de la Alhóndiga que iba pagando a plazos, no
se podía permitir, ni aunque pudiese,
dejar a su hijo que por el hecho
de estar en vacaciones lectivas (por muy buenas notas que le llevaba siempre)
anduviera de acá para allá echando barzones y vagueando, y menos cuando él,
daba el cayo de sol a sol. En consecuencia, desde muy niño me obligó a doblar
el espinazo sobre la madre tierra
aprendiendo todas las labores que ella demandaba para dar sus frutos a la
humana especie.
Plena
varada de la trilla. Yo estaba en el
sombrajo, cabe la era y gañanía, para turnarme con el morero en el rulo haciendo trillar la parva a las colleras.
Había salido de uno de estos revesos en el rulo de la era, y a la sombra del sombrajo, recostado en un aparejo de
bestias, leía “Platero y yo” de Juan Ramón Jiménez (siempre me llevaba un libro
al campo para leer durante los revesos)
y, de buenas a primera, reparé en un hormiguero que había surgido en el mismísimo suelo terrizo de la gañanía.
Miríadas de mínimas hormiguillas entraban y salía del agujero desde la era
por un caminito al margen de del peonaje; cada cuatro individuos volvía de la era arrastrando,
con ímprobo esfuerzo, un grano de trigo, o de cebada que hacía doble bulto que las cuatro
hormiguillas que lo arrastraban y, cuando lo dejaban en el interior del
hormiguero volvían a salir a por más alimentos para el invierno. Una auténtica
y trepidante tarea de acarreo. Un
ejemplo de previsión, de voluntad, de esfuerzo eficiente, de comunidad coordinada.
Mientras
tanto, el canto de una cigarra acerraba el tronco de un almendro cercano, estableciéndose en mi entendimiento una acuciante pregunta
sobre el sentido de aquel contraste. Las hormigas se proveían de alimentos para el duro
invierno, mientras la cigarra, con los élitros plegados sobre el tronco del
almendro, no cesaba en su monótono canto. Y, lo más misterioso: ¿Cómo subsistía
la cigarra durante el invernal ciclo
climático? Porque de hambre, ni frío, no moría: al otro año, en el mismo
almendro su duro canto acompañaba las también duras jornadas de laboreo de los humanos labriegos?
Cada cual que obtenga la moraleja
que estime adecuada. Para mí el mundo está hecho de contrastes y, ello, lo hace
humanamente vivible.