Mañanitas estivales frescas por la brisa residual, húmeda
estela de las ribereñas noches con ladridos de perros al lucero miguero, cruá,
cruá...de ranas en las almatrichis, y el cri, crí... de grillos entre la hierba punta y
las verdolagas; órdago sonoro de las creaturas mínimas al silencio cósmico de
la noche.
Antes de bajar al prosaico rastrojo y a los duros terrones de los
barbechos en do tiene su hábitat, la alondra saluda a padre sol que apunta tras
las onduladas lomas al Sur de la Alhóndiga. El canoro pájaro es
allá en el cielo como un mínimo acento
circunflejo levitando inmóvil en el
azul del éter; inmóvil, la alondra modula sus
cantos de inefables resonancias que son
remedos, ¡oh maravilla!, del trino de todos sus congéneres. Sí, oyendo cantar a la alondra tempranera, si
al tiempo no la ves puede parecerte que se trata de la armoniosa melopea del mirlo en celo, o del trino del jilguero en
los espinos borriqueros de negras semillas
(“alpiste negro” en el argot infantil), del verderón entre las frondas, o, el lánguido e inefable canto del
ruiseñor en los chopos del soto.
Al solitario niño alhondiguero se le colmaban
las pupilas de entrañables horizontes y,
se le esponjaba el alma al conjuro de la
jerga mañanera de los pajarillos de los
campos regadíos, sumido en un irremediable memento pánico, acompasado por el amortiguado cantar de la madre (“Los pajarillos”, de la Niña de la Puebla ). Yo me digo,
remedando a Manuel Machado:
A
quién no le ha cantado
Una madrecita buena
En una anochecer de plata
Nanas
que le han dormido..