Es el “tío Bernardo” dueño de una
pequeña labor con cuatro fanegas de
regadíos segregadas del Cortijo de la Alhóndiga en plena
ribera del Guadalhorce; finca antes llamada de Bracho, a quien Bernardo la
compró con pagos fraccionados y a plazos.
Es lindera con la agarena acequia del Barullo por el sur
y, el resto en cuadro, linda con la finca matriz. Dicha acequia toma sus aguas en represa ad hoc en el cauce del
río Guadalhorce; riega dilatada vega
en un recorrido de tres leguas desembocando nuevamente en el río pasado la barriada de Alhaurín de la Torre, Las Monjas.
En una
pequeña meseta junto a la
acequia, a salvo de las avenidas del voltario río, se alza la casa-vivienda:
planta baja con trojes para granos, alacenas, trastero de aperos, amplia
cocina con horno de leña para cocer el
pan casero amasado a puño, comedor y, paremos de contar.
Planta alta dedicada a dormitorios. La entrada de cara a sol naciente y mirando al pueblo y a la ermita de la Virgen de Los Remedios, que
parece levitar sobre aquel; ante la puerta, un amplio porche empedrado, rodeado de un poyo de obra y sombrado durante
las canículas con una tupida parra de uvas negras gazpacheras. En definitiva,
una típica y acogedora casa de pequeña labor ribereña.
En el patio interior (siempre todo a
mano) un gallinero con nutrida parva de aves de corral ( gallinas y pollos, patos,
gansos etc, amén de
conejeras); cada mañana se les abre la trampilla
de entrada y salida a las gallinas para que se alimenten, ahorrando así granos,
picoteando en campo abierto.
Adosados al lateral Este, el “tinao” y la
cuadra. Y, como a 10
metros , unas corraletas para ganado de cerda que aprovechan
los desperdicios de huerta y domésticos, que supone un complemento en las eternamente raquíticas rentas del campesino.
Una vez por semana pasa por “Lo
Bracho” (que así le sigue llamando la gente del pueblo a la explotación del “tío
Bernardo”) el recovero en su bestia con
serón de recova; es quien suministra a
la familia toda clase de ropas, tejidos y otros enseres, desde agujas de costura e hilos, a unas tijeras cobrando todo ello en especies: pollos, huevos, cereales,
gallinas viejas que suele vender a buen precio para caldos a parturientas, etc.
De tal manera, Elena tiene un nutrido
ropero y, la casa limpia como el jaspe, y la hacienda familiar sin penuria ni falta alguna.
En la fecha de que hablamos, Bernardo es ya viudo; su buena
esposa había muerto del “dolor miserere”
(apendicitis pasada), dejándola tres hijos, dos varones y una hembra, la menor, como hemos dicho, se llamada Elena.
El buen padre, de rostro curtido y
enjuto, avellanado y triste siempre por
la falta de su esposa, fue enseñando a todos sus hijos por las noches
antes de la duerma y a la luz de un carburo, cuanto él había aprendido en las escuelas nocturnas
tras dar de mano de sus faenas, como
también, que no es poco, lo aprendido en
la dura brega con la vida y con la áspera tierra; el ratio de analfabetismo nacional roza en
estas datas el 75% de la población.
Un día, en una de aquellas terribles
glebas militares para luchar contra el moro en África, fueron obligatoriamente movilizados ambos hijos varones; como tantos otros jamás regresaron. El pobre labriego se sumió en la más punzante
e inextinguible tristeza; vivió por y para su hija que iba creciendo y madurando plena de
vitalidad.
Elena, ya núbil, es una de las mozas más agraciada y celebrada del entorno; también
imprescindible ayuda de su ya viejo
padre en las tareas labriegas, amén de mantener el hogar ordenado y limpio y
preparar a diario la comida. .
Como el de todos los años, aquel verano se alojó en las
dependencias ganaderas del cercano Cortijo de la Alhóndiga , la parada de
sementales a la que los labradores llevaban sus yeguas y burras para
que las cubriera el semental
correspondiente con garantías de pedigrí.
El día que le tocó el turno a la yegua de su labor, Bernardo se sentía indispuesto y encomendó a su hija que fuera ella quien la
llevara al macho. Este año quería que la
cubriera el borrico garañón a fin de que, llegado el día, pariera un mulo con
el que renovar, en su tiempo, la yunta de su labor.
El menestral de la parada era un fornido
y bien parecido mozo, poco mayor que la
zagala.
Aunque avezada en toda clase de
actividades agroganaderas propias de la comarca, el ayudar al acto de cubrición de la yegua fue para ella
una insólita experiencia; la vivencia le despertó instantáneamente emociones
desconocidas; suscitaron en Elena
sensaciones de vida nunca sentidas.
No le pasaban desapercibidas las intensas miradas
que a toda su anatomía dedicaba el guapo mozo. De pronto, experimentó las naturales apetencias de su condición de mujer
en todos sus grados.
Por imperativa orden interior corrió al tinado y por una
escalera de vareo subió al henil
tumbándose en los muelles pajotes de pasto seco. Al verla el joven desnuda en
toda su gloriosa anatomía de miríficas curvas y ahuecado el vientre y sus hermosas piernas
haciendo uve, quedó petrificado.
Quedamente, en un leve
susurro, la diosa carnal le dijo:
--Vente a mí, tómame...
Sus ojos eran sombras en canícula,
férvidos de deseos y apremios inaplazables; sintió que su seno era regado por
hilos de nieve tibia.
Con voz ronca como la campiña del
contorno, dio un grito cual codorniz entre bledos y, saciada de infinito,
musitó:
-- ¡Que dulce...Ya soy tuya
amor...!
--Y
yo tuyo.... Mañana al trasponer el sol nos vemos
en el atraque, bajo la mimbre de la acequia.
Cuando el sol teñía el
cielo por poniente con candilazos de fuego,
la niña retornó al hogar con la yegua de reata
cogida de las bridas. Sentía que algo
nuevo había nacido en su seno aquella tarde
luminosa. A los dos meses dijo de
sopetón a su padre:
--Padre, voy a tener un
hijo
--Del mozo de la parada
¿verdad hija...? Y él qué dice...
--Los paseos que doy
todas las tardes los paso con él y quiere casarse conmigo...
--Gran Dios, gracias, la
guerra me quitó dos hijos y Tú me los devuelve asina...Gracias, Dios, ya puedo
morir tranquilo.