En mi larga vida
he podido conocer como una mayoritaria parte del ser de
España tuvo una cultura densa y
profunda, eminentemente rural, que
perduró hasta la primera mitad del siglo
XX; a partir de ahí ese sector social
pasó a ser en gran parte urbanita.
Quienes nacimos
y vivimos esa cultura campesina en toda
su plena grandeza y dignidad, estamos
marcados de amor al campo que nos nació y fue nuestro hábitat humano. Y qué motivaciones de amor más acusadas que el hecho de que mi madre bendita estuvo a punto de parirme montada en una burra cuando, a lomos de ella con aparejo y manta, se traslada de casa de sus padres, mis abuelos, en un cortijo de Alhaurín de la Torre a la Alhóndiga en Cártama en donde residía desde que un año antes se casó con un cartameño, mi padre. Pidió auxilio una mozuela herma que le acompañaba, y unos carboneros que echaban un horno de carbón cercano a la vivienda, la acompañaron, uno subido a la culata de la burra de un salto para llevarla cogida por los hombros y tres más, tirando uno de la jáquima dela rucia, y los otros dándole ánimos a su lado. Cuando acudió la partera llamada urgentemente, ya estaba yo en este perro mundo Mi niñez gozó de las maravillas de los días y las noches de los campos abiertos, del canto de los pájaros, del mugir de vacas y bueyes en los manchones, del trato con gañanes, boyeros y braceros cuyo argot fueron las palabras que oí toda mi niñez, arrullado mi sueño por el rumor del río Guadalhorce que dista no más de 100 metros de la que fue mi casa de nacencia y crianza hasta los seis años.
Y, ningún amor se puede tener en secreto
eternamente. Es como el agua que circula por las entrañas de la tierra que siempre termina manando por alguna parte
no prevista, a veces en forma de leve y
humilde fuentecilla entre adelfas y
sierpes. Igual, los sentimientos, emociones y vivencias que el alma remansa con el tiempo.
Los caudales de la existencia en mi amoroso campo de
nacencia y crianza afloran tímidos, y apenas sugeridos, por el manadero de mis muchos relatos, gran
cantidad de ellos recopilados en mi libro,
de reciente publicación, y edición limitada con ocasión de homenaje a
nuestros antepasados y abnegados labriegos, “ECOS DE LA ALHÓNDIGA”. A través de
ellos el lector, quizás, sienta la sensación de estar dando un paseo
por los campos hortelanos en donde laboraban la tierra y afanaban la diaria subsistencia multitud de gente del campo en aquellos lejanos tiempos de finales del siglo XIX y primera mitad del
XX. Luego, todo empezó a ser distinto.
Mientras
escribo, se van acumulando en mi memoria recurrente y amorosa saudade del campo
sobre el que, a fuerza de pasear por él,
mis ojos y mis oídos llegaron a
conocerlo con la misma fruición amorosa que el cuerpo y el alma de la mujer
amada,
…! Oh la bendita
paz de mi paisaje matinal…! Rosales
en mi ventana al campo…
Frente al sol generoso, junto al río
sonoro, en plena gloria de la vega…, dejó dicho Manuel Machado.
Bendito campo de
Cártama, orografía que ya impactó en los sentidos de la belleza a los fenicios que al descubrirla por el
curso del río la bautizaron como Cartha (ciudad escondida entre montes), campo de mi nacencia que me hiciste gozar cada día que nacía el sol
de tus balates sugerentes, campo
virgiliano, y del follaje frondoso de tus barrancos, y las piedras seculares de tus
majanos ---donde el búho (¡buuu, buuu…!) tiene su mansión
nocturna--- por tus cielos y tus lunas, por tus caminos polvorientos, por tus
oteros y coquetas mesetillas , por tus
estíos y tus eneros, a lomos de mis recuerdos, como otrora en la realidad, cabalgó mis sentires entre juncos, maciegas, tarajes y cañaveras bordeando el lírico y épico río
Guadalhorce, cauce de civilizaciones milenarias.
Todo ello pretende recuperar del olvido el libro que estos
recuerdos me han sugerido. En él las artes empíricas laborales, el nombre y sentido
de sus aperos labriegos, el vocabulario
derivado, en su mayoría, de faenas de
labor, de las herramientas de usos
ya periclitados de nuestros labriegos; las distintas faenas agrarias que
fueron la base de la atávica y enjundiosa cultura oral de nuestros antepasados no tan lejanos, todo en relatos evocadores de lo que fue
una dilatada época de nuestra historia que, por ser eminentemente agraria, fue igual, con matices, en toda la geografía hispana.
Ellos, esos
nuestros antepasados, con sus enormes sacrificios y esfuerzos, hicieron posible
que las generaciones actuales vivamos (olvidados de ellos) lo que hemos dado en
llamar, “sociedad del bienestar”, sin
que esté debidamente definido lo que entendemos por bienestar en un mundo en el
que prima el materialismo y el relativismo más descarnado sobre los valores
fundamentales que conforman a los seres
humano.
Con
mirada de hoy, es difícil comprender la vida y hechos de aquellas civilización
enraizada en la tierra. Gentes, ciertamente desprovistas de ilustración académica,
salvo sectores sociales muy concretos y
limitados, pero sí eran dueñas de una densa y enjundiosa cultura acorde con los principios fundamentales para vivir
en coherencia con la naturaleza de forma material y espiritual.
He aquí, según
mi humilde entender el valor descubridor
de estos relatos, sostenidos en sus propuestas por recuerdos, vivencias
y experiencias directas durante largos años.