EL HOMBRE ABATIDO
Aquel niño, jugaba en los alrededores de la cortijada. De
improviso, reparó en el extraño hombre que estaba sentado en el balate
del largo camino de herraduras que, de este a oeste, atraviesa las tierras de
regadío de
Su figura abatida reavivó en el niño cortijero,-que
entonces no pasaba de los cinco años de edad- los presentimientos que,
desde unos meses antes, tenía pegados a su espíritu cual una de esas garrapatas
adherida a la piel del enorme y leal perro con el que todas las tardes salía a
jugar en compañía de su hermanilla, de como unos dos años y medio,
por el idílico paraje que circundaba el cortijo en el que, en una de sus
rústicas dependencias, la familia tenían
su hogar.
Su mente infantil no
pudo evitar incardinar de inmediato a aquel lastimado ser humano en el tenso miedo que, de un
tiempo acá, percibía en las palabras y adustos semblantes de sus padres y en el de los gañanes, boyeros y
peones de la hacienda. Intuía, y temía, que algo grave alteraba la inmensa paz
y virgiliano devenir de aquella, para él, entrañable comunidad cortijera.
Invadía su alma infantil una cierta melancolía por algo bello de su corta vida que
presentía se estaba acabando sin que pudiera precisar, ni siquiera intuir,
sus auténticas causas. Se respiraba en el ambiente la tragedia. La
transmitía las conversaciones de los mayores. Se oían de vez en cuando tiros y
rumores populares extraños.
Lo que más le desasosegaba,
era que ya no venía a enseñarle el alfabeto, los números y a ponerle planas de palotes, el amado maestro rural,
“Bizco de Antequerilla”, como antes diariamente lo hacía. “¿Ya no me quiere el maestro bueno que amén de
enseñarme cosas preciosas, nos traía, a mi hermanilla y a mí, caramelos,
peladillas con almendra dulce dentro y algún que otro juguete de vez en cuando?”.
Al niño le empezaba a invadir una
profunda tristeza de ausencia; algo malo pasaba. Se empezaba a confirmar,
para él, aquella tarde con la aparición
del hombre de pobres trazas que, en su visible derrota física, había terminado
casi recostado en el talud que, con el de la otra margen, encajonaban el
camino.
Aquel hombre vestía
prendas sobreusadas y ajadas, lo que añadía a su abatida compostura una
apariencia infinitamente penosa. Posiblemente, por alguna razón, se había
puesto en camino desde el tajo con las ropas de trabajo sin tener tiempo de
cambiarse. El niño no había aprendido
aún a tener miedo y no lo sintió en esos momentos. Estaba seguro que
aquel hombre no era uno de los “tíos mantequitas”, con
cuyo cruel menester, se asustaba entonces a los niños para que fueran
obedientes y, en sus juegos, no se alejaran mucho de sus casas. Sus
padres jamás asustaron al niño.
Tenía el indigente
prójimo encastrada la barbilla en su pecho y, se cubría la cabeza con un sudado
sombrero de fieltro cuyas anchas
alas ocultaban su rostro,
quizás adrede por miedo a que le conociera algún caminante de aquella realenga,
en cuyo lindazo, él estaba zozobrado. En sus manos, entre las rodillas, a
duras penas sostenía un jarrillo de hojalata, con en el que, para saciar la sed
aquella soleada tarde, había intentado escanciar agua del pozo de la otra
vera del camino (pozo, que fue otrora alivio de caminantes), pero la
bomba hacía años y años que estaba mohosa y rota y, su cabida, casi soterrada.
Ostensiblemente, a
aquel ser humano le faltaban las fuerzas físicas y evidenciaba un gran
abatimiento emocional. Ya, sí empezaba a tener miedo. El mismo miedo que percibía
en su entorno vital.
El hombre escorado abrió
desmesuradamente los ojos cuando oyó tiros en lontananza. Evidentemente,
también sentía angustia y miedo. En las alturas del cielo, ahora apenas volaban
las palomas sino, insidiosamente, bandadas de negros grajos descolgados de las
sierras colindantes que planeaban en círculo lanzando agudos y espeluznantes
graznidos, al igual que, en menor cantidad, hacían los buitres también
estirados sus viscosos, largos y desplumados
cuellos oteando el “Arroyo de los bichos muertos”, llamado así porque
en su hondo cauce y entaramados márgenes, los labradores y ganaderos tiraban
los animales de granjas muertos por accidentes o epidemias, especialmente
porcinos y, allí eran consumidos por las aves carniceras en un santiamén.
Ecología vital que entrañaba drama.
El niño no supo qué le
indujo a, en vez de salir corriendo asustado hacia el hogar, acercarme al hombre inerme sin miedo y, de
rodillas alzarle el sombrero. Su mirada, apagada e implorante, le
estremeció al niño que grito: ¡maaama, ven corriendo, corre, corre,
aquí hay un hombre muriéndose...!
El
precepto de amor y servicio al prójimo era cotidianamente puesto en práctica
por aquellos padres buenos, como por una gran mayoría de las gentes de aquellas
generaciones: Cada día que salía el sol, la afluencia de pobres necesitados de
socorro era constante a la casa-cortijo de
A las voces
ella llegó corriendo como una gacela asombrada, a donde su hijo estaba junto al pobre hombre abatido. Empezó a
darle dulces cachetes en su cara sin
afeitar y con los ojos en el infinito, pero respirando (habría sufrido un
desmayo), y categóricamente ordenó al niño, con voz sobrecogida: “¡Corre hijo mío,
corre y llama a Paco el Tito boyero y, a Frasco Porra que acaba de llegar
a la pesebrera con la carreta cargada de entresaco de maíz, y diles que vengan
corriendo a ayudarme a llevar a este hombre a la casa...ah, y dile también al “chiquichanga” que apareje una bestia por
si hay que ir al pueblo por el médico, este hombre está mu malito, mu malito...”
Ni un perdigón peonando en barbecho, habría corrido más que su hijo
a cumplir la petición de la buena madre.
Han pasado unos 80 años, y aún quien
aquello vivió, tiene gravada en su mente la imagen que, cuando volvía corriendo
delante de Paco el Tito, Frasco Porra y
Diego Pupilo, ofrecían su madre sentada
junto al desdichado prójimo con su cabeza sostenida por uno de sus brazos y
abanicándolo con su propio sombrero en la otra. El enorme y bonachón Diego Pupilo Porras
cogió al hombre en sus brazos y lo llevó a la gañanía, cabe la vivienda de Frasquito
y su esposa Paca, acostándolo en uno de los catres que en ella había para
el boyero y los peones “manteníos”.
Aquel ser humano
derrotado por el miedo a la vida, no llegó a conocer al padre, como
deseaba porque, en esos momentos, aún andaba laborando por los tajos. En esas,
desde el cortijo se vio salir del pueblo una enfervorizada multitud dando
gritos revolucionarios y flameando grandes banderas de
Al volver a casa el
chaval, ubicada dentro del enorme patio de labranza, su madre miraba
absorta hacia las huertas. De sus grandes y bellos ojos, manaban lágrimas. También ella tenía un
presentimiento en relación al esposo cabal que laboraba, pese a estar ya
próximo el ocaso, en los tajos por un jornal de diez reales.
Esto sucedía, como he podido
constatar, después el día 8 de agosto de 1.936, y el día 1 del mismo mes
había tenido lugar el primer “asesinato” en la retaguardia, después de la
quema de todas las imágenes y ocupación de
Seis días después del
episodio del hombre del camino, Frasco Porras dijo a los padres del niño: “Al hombre que socorrimos hace unos días, lo
han matado en su propia casa; con una coyunda lo han amarrado a un pilar de
obra de la vivienda y, delante de él, han violado a su mujer e hija. Después
acabaron con su vida”.