Un alboroto de lastimeros aullidos
contrapunteó el casto silencio de la
noche estrellada. Se despertó un
clamoroso sonar de caracolas. El boyero,
que dormitaba haciendo hora para pasturar el ganado en la pesebrera, se
alarmó, libró el balate de la era contigua y nos despertó a los mozos y labriegos
mayores que
dormíamos sobre la paja de la
parva. “¡Lenvataos, algo pasa...!:
ladrones, o el perro con rabia...”
Sonó un tiro de escopeta cabe las baldas de la Alhóndiga. Callaron los perros y
enmudecieron las caracolas centinelas. Los gallos iniciaron su plática de encrespados kikirikis desde los tapiales de los
cortijos de la ribera.
Aquella mañana, los madrugadores
labriegos se toparon con el enorme perro
muerto bajo la higuera del borde del
camino cabe el atraque de la mimbre. Sus
rasgos eran ya de paz infinita; no mostraban
el enorme martirio que en vida sufren
los perros hidrófobos. Sólo la muerte era entonces la solución para suprimir el horrendo sufrimiento de esta
enfermedad. Cruel paradoja de la vida y la muerte.