Arando en un peñascal
Se levantó la perdiz
Y en lo alto de un
majano
Se puso a piñonear
***
¿Por qué aran las vacas
Tan despacito?
Es que el gañán les canta
Quedo, quedito...
***
“Esquilones de plata
Llevan los bueyes...” (G. Lorca, popular)
¿Sabe
el paciente gañán que es instrumento de la Gracia panteísta...? En su cantar lo de menos
son las letras, siempre simples y
elementales; lo importante es el sonsonete lento y acariciante que sosiega el alma de los bueyes en su duro trajín.
Pero
al niño alhondiguero lo que le despertaba amor y curiosidad era la miriada de pajarillos que cubrían
revoloteando a ras de tierra, en toda su longitud, el surco abierto,
buscando en él los insectos que son
su pitanza: orovivos, aluas, lombrices,
hormigas cochineras y cabezonas, grillos, y un sin fin de bestezuelas que la vertedera del arado
chirivito iba volteando de sus
habitáculos subterráneos.
El
zagalillo, de poco más de cinco años, sabía ya el nombre de todas aquellas
creaturas aladas. Pipitas, tontitos, chamarines, trigueros, cogujadas,
alondras, mosquitos y, sobre todo, llamaba su atención los reyneros blancos
tamaño gaviotas que iban y venían por la besana cazando insectos sobre el lomo
de los bueyes yunteros.
Una
vez, como juguete, el morero le llevó
del pueblo al niño cortijero una “costilla”-trampa de alambre acerada con muelles letales para
cazar pajarillos; como señuelo, se le ponía en un mecanismo ad hoc un gusanillo,
después se embozaba un tanto en la movida y blanda tierra del surco.
Cuando el pajarillo “picaba” el señuelo,
la costilla saltaba inexorablemente
mortal, aprisionando el cuello de la avecilla que moría
ahorcada. Un día, el zagal vio la
agonía de una grácil “pipita” que había
“picado” y tenía su
cuello gris casi partido; el niño lloró amargamente su culpa
y ya jamás volvió a poner trampas.