En los ocasos estivales, aquel
ruiseñor prodigaba su nostálgica melodía velado por el cendal que tejían las trémulas hojas del álamo de
los quijeros de la agarena
acequia del Barullo.
En otra
estación la oropéndola de cuerpo amarillo y alas negruzcas, era la que lanzaba
su melopea: tiri-aliuuu cuando la luna
llena.
Igual que Dios,
el chopo de la acequia debía amar mucho
a los
pájaros cantores que endulzaban con sus cantos los atardeceres con candilazos rojos el alma
sensible de los campesinos niños pobres que son poetas.
En el enorme
álamo blanco del camino saltaba de rama en rama el diminuto pajarito chamarín del agua al que las tardes con nubes negras
los niños le preguntaban: “Pajarito del agua, ¿lloverá?”…
En su inefable
pipiá el pajarito modulaba un dulce canto que lo interpretábamos como su
respuesta: “¡Si señor, si señor, sí señoooooor! ¡Qué inocentes eran entonces
los niños poetas de los campos de la ribera!
Y vino una
guerra, y los ojos de aquellos niños
vieron cosas terribles…y, les llamaron, en vez de niños poetas, “niños de la
guerra”