A mi amigo Paco Baquero, recordando la subida a la Ermita “Los Remedios” de Cártama.
Llegó con la
sonrisa
del amigo que
embarga
todo cuanto
posee
en pos de la
amistad.
El Niño de la
Virgen,
místico de una
ermita,
contempla entre
dos mundos
que uno perfuma
el Valle
de todo el
Guadalhorce.
Era un hombre
muy alto
hecho de tierra
blanda,
miel de caña y
compota;
con voluntad de
hierro.
Sus ojos eran
bosques
con recodos
perdidos,
donde la fe aún
tiene
palacios de
cristal.
Cuando hablaba
de Ella,
su voz era un
prodigio
de ángeles
dormidos
sobre un
sendero alado
escrito en la
memoria.
La estampa era
tan bella
que subimos
despacio,
detrás del
peregrino,
por la empinada
cuesta.
Cártama
dormitaba
en la tibieza
blanca
de su cal
milenaria.
Las piedras del
camino,
con ocultos
presagios,
cedían a cada
paso
una esperanza
nueva,
una promesa,
un rito,
un milagro
cualquiera,
una ilusión,
¡la fe!,
único
talismán
que florece,
sin nombre,
detrás de los
misterios,
en el árbol
perenne
cubierto por
los siglos.
Arriba, solo,
el monte,
abrazado a la
ermita,
en una
comunión
de incienso
derramado.
Dentro está la
Señora…
y en sus ojos
de Luz,
cien espejos de
estrellas
convierten en
eterno
todo lo
sobornable.
Al fondo, allá
en el valle,
perdido entre
la noche,
se desangraba
el río,
ocultando su
verde
herido por las
sombras.
Y hay un
momento mágico
a velas
encendidas,
a pájaros
dormidos,
a plegaria y a
salmos,
a Madre y a
Mujer.
Por un instante
extraño,
se iluminó la
ermita
con la lumbre
secreta
de un exvoto
del Sol.
De repente, la
tarde
se deshizo con
prisa
sobre un
letargo antiguo
de encajes
amarillos.
Bajábamos
despacio
tras los
pétalos blancos
de una luna de
tiza.
Brotaba en cada
paso
un vaticinio
lleno
de promesas
cumplidas.
Y el viento
solitario
arrastraba en
silencio
un olor a
montañas
unidas entre
sí,
como un
castillo moro
cuyas pétreas
almenas
están
deshabitadas
de sus cantos
de guerra.
Casi sin darme
cuenta,
como un milagro
único,
empapando el
perfume
del humilde
tomillo
y el nardo de
la noche,
volvió la
realidad,
ya libre de
pecado.
Tan sólo los minutos,
cansados de
esperar,
se escaparon
fugaces
detrás de la
retama.