Cuento para mis
nietos, a ver si con leerlo distraen un
ratito su obligado encierro por culpa del puñetero virus.
Al señor
Conejo, que era un presumido, ante la gente le gustaba darse importancia. Un
día, estaba charlando con un grupo de conejos amigos venidos de un
lugar llamado, paraje de Sierra Espartales, que le habían invitado a pasar con
ellos el día y, de paso, comer uvas escondidos entre los pámpanos de un cercano viñedo. Al hablar de caballos, sus amigos dijeron que ellos no podían
tenerlos porque no eran tan ricos como los conejos de los Pechos del
Comendador.
Entonces, el señor Conejo vio la ocasión de presumir
delante de sus amigos. Sin pensarlo dos veces, les dijo: “Ah, yo sí tengo caballo y paseo mucho por los campos montado en él.
Y,
os digo que, mi caballo es el mejor del país, pues, aunque parezca
mentira, mi caballo es nada menos que la Señora Zorra ” A los amigos
del señor Conejo se le pusieron los ojos de siete picos por la envidia y, más
aún, porque todo el mundo sabe que el enemigo más sanguinario que tienen los
conejos, son las zorras y los zorros, por lo que no era fácil creer lo que les
decía el señor Conejo.
La señora
Zorra, que en ese momento pasaba por allí y oyó lo que había dicho el señor Conejo,
cuando este se hubo ido se acercó a sus amigos y les dijo: “Vuestro
amigo aparte de presumido es un embustero; yo os voy a demostrar que os
ha engañado al deciros que yo soy su caballo…” Y, añadió: “Esperad
aquí y veréis que mal rato le voy a
hacer pasar a ese embustero amigo vuestro”.
Corrió a
casa del señor Conejo y, amigablemente,
le dijo:
--Señor Conejo, sus amigos van a dar otra
fiesta y yo les he prometido que yo os
vendría a buscar…”
Pero el
señor Conejo, que no era tonto, ni mucho menos,
se olía que algo tramaba la señora Zorra, por lo que respondió a ésta
que estaba enfermo y no podía caminar.
Ante esta respuesta, la señora Zorra se ofreció a llevarlo sobre su lomo, pero,
el señor Conejo, le respondió que sin silla de montar y sin bridas
no se atrevía a ir sobre ella. La
señora Zorra aceptó y, el señor Conejo, después de ponerle la montura, se montó
en la Zorra ,
pero, disimuladamente, se puso unas
punzantes espuelas en sus talones. Y, se
pusieron en camino.
Durante el
trayecto, en un momento dado, la señora Zorra se dijo para sus adentros “Ha llegado la hora de darle a este tonto un soberano susto (¡cómo se le ocurre a
un conejo montar en una zorra con lo que a nosotros nos gusta la carne de
conejos!), yo le enseñaré que no soy su caballo…” Y, dicho y hecho:
inmediatamente comenzó a brincar, a correr dando pingos con una pata y con
otra, haciendo cabriolas, de avanzando y
de pronto retrocediendo, dando vueltas y más vueltas, todo con intención de hacer caer al suelo señor Conejo que la montaba. Pero éste le
clavó las espuelas con tal fuerza que la señora Zorra no tuvo otro remedio que
amansarse y seguir tranquilamente el camino.
Al llegar al punto de reunión, el
señor Conejo ató a la señora Zorra en la cuadra y, dándose tono y presumiendo de jinete y de caballero, entró
en la casa en donde le esperaban sus
amigos de Sierra Bermeja, a los que dijo:
--¿Veis como la señora Zorra es mi caballo? Es un poco rebelde, pero yo la amansaré”. Dicho esto
los llevó a la cuadra para que viesen allí, amarrada, a la señora Zorra, a la
que, si peludo tenía siempre el enorme rabo zorruno, con la jugada que le había
hecho el señor Conejo, se le había puesto los pelos todavía más tiesos y, por tanto, el rabo todavía más gordo
y largo, señal de que estaba muy, pero que muy, enfadada.
Terminado el banquete, esta vez
de higos en un higueral cercano cuyo dueño se había marchado de viaje, el señor Conejo montó de nuevo sobre la señora
Zorra, poniéndose un tanto nervioso porque sospechaba que algo había tramado ella
para comérselo. En efecto, esta vez no le valieron las espuelas; La señora
Zorra se tumbó de repente en el suelo y empezó a rodar sobre sí misma por lo que el señor Conejo tuvo
que escapar de ella a toda velocidad.
Se levantó la señora Zorra y
corrió detrás del Conejo con el apetito despierto y deseando cogerlo y
comérselo sin dejar de él ni el rabo,
pero, el señor Conejo pudo esconderse en el hueco de un gran árbol de esos que
llaman alcornoque.
Llegó la Zorra jadeando y, cuando más
fácil creía tenerlo, se encuentra que
por el boquete del árbol cabía el Conejo, pero ella, no; le gritó al Conejo: “De todos modos eres mío, aunque tenga que estar aquí hasta el año que viene, pase lo que pase te he de
comer, gazapo estúpido” El Conejo no
decía ni pío, para que la Zorra
por la voz no averiguara en que parte,
dentro del agujero, estaba.
En esas andaban ambos, cuando
apareció volando un águila que desde
la altura iba mirando a ver si veía algún animalito pequeño y tierno para
llevárselo a sus poyuelos aguiluchos al
nido que tenía no muy lejos de allí en la rama más alta de un eucalipto.
--¡Eh, señora águila --le gritó la Zorra-- aquí
tengo encerrado al señor Conejo. Hacedme el favor de que no escape mientras voy por un hacha para agrandar
la boca del hueco del tronco del alcornoque”
--El señor Conejo también le
grito al enorme pájaro:¿Sois vos señora águila? ¡Si vieseis que ardilla pequeñita y gordita
hay aquí dentro conmigo! ¿Por qué no la cojéis? Es muy fácil. Al otro lado del
tronco hay un agujero: poneos en acecho y yo la espantaré para que salga…
Al final el mentiroso conejo tuvo
suerte, y se libro de una muerte segura en la panza de la señora Zorra.
Mientras el águila estaba esperando a la ardilla al otro lado del tronco del
árbol, él a todo correr alcanzó su madriguera, de la que ya estaba cerca
dejando burlados al Águila y a la señora Zorra.
Pero hay que ver en los aprietos
que se vio el señor Conejo por presumido y embustero; ¡tanto que casi le cuesta
la vida hecho picadillo en la barriga de la señora Zorra. Cosas así suelen
pasarle a los embusteros.
Y, colorín, colorado; este cuento
ya se ha acabado. Espero os haya gustado.