Una esplendente amanecida estival, con el sol aún amortiguada su insolencia por las frescas brumas de la
aurora todavía casi escondida tras los montes,
un enorme galgo de letales
instintos cinegéticos, negro como la
parca, perseguía cada vez más
cerca de su jopo a una liebre, que
intentaba escapar de la muerte con
velocidad de vértigo a media ladera y a favor del viento hacia un melosal de
alta hojarasca, no muy lejano, en donde escabullirse y librarse del lebrel.
En esas iba el
lebrasto, pues macho era, cuando una canora
alondra suspendida del cielo sobre el
otero con imperceptible y grácil tremular de sus alas, ofrecía al gran Dios la matinal y dulce
jaculatoria de cada día. Qué nacido y criado en el campo no ha visto
alguna vez una alondra levitando en el cielo,
y desgranando su particular padrenuestro con arpegios estremecidos, al tiempo
que la abubilla zascandilea en el polvo del camino ó, la alzacola salta de
rama en los cercanos granados que orillan la realenga, mientras los platillos
de la carreta acompaña la temporera que a su yunta le canta el carretero, al
tiempo que los perros van ya mitigando sus ladrares de la medrosa noche a lo largo del río...
Pero eso solo
no es la vida. A la alondra, exultante de misticismo
panteísta, no se le ocurrió otra cosa que interpelar a la liebre durante su desenfrenada carrera diciéndole: “¡Oh hermana liebre, aminora tu loca carrera y
repara en las inspiradas invocaciones que mi canora garganta eleva al Creador
de tantas maravillas que compartimos en la tierra mirando a los insondables
cielos. Ceja en tu desaforado correr y escúchame, que las prisas irreflexivas conducen a la perdición...Loa conmigo a Padre
sol que acaba de asomas por la cresta de aquellas sierras. ¡Para tus priesas
liebre hermana, y loa conmigo al Señor¡… La estúpida y beata alondra de los gorgoritos, no era capaz de parar
mientes tal hace el propio Señor, en que
cada cosa tiene su momento oportuno…
En una de las
maniquetas que al socaire de una coscoja hizo la liebre para alejarse un tanto
del inmisericorde galgo, mirando de soslayo a la beata avecilla le endilgó: “¡Malnacida, pa cantiñas voy yo...! Más
valdría, y agradaría a Dios, que te tires en picado desde ese altar lírico
sobre el lomo del malvado lebrel, le picotees el rabo y la rabadilla para
distraerlo y así yo escapar de la muerte a que me lleva sentenciada sin apelación posible”.
No tiro de
moraleja: Sáquenla de su propio caletre políticos robapanes que distorsionan la dignidad de la política y
los beatos sin valentía para defender su fe con acciones coherentes.