EVOCACIÓN
Apunta el día
Por detrás de aquellos montes, que ya
siluetean sus iluminados contornos por el Este del horizonte, asoma el
incendiado cortejo grana que precede a la aurora. Tras ella, el Sol despunta y
se abre el día.
Despierta la creación y saca de quicio a
sus creaturas. Dios abandona su rengue y reanuda su labor continuadora de la
creación eterna.
Campos
El campo es belleza en vuelo, génesis de frutos y vida. El campo encierra los yo y los tú más primigenios y edénicos de la Creación, el Adán y Eva de la metáfora divina: el primer amor y el primer pecado en carne y hueso mortal. El campo está en el Beatus ille de Horacio:
Dichoso aquel que alejado de los negocios,
como la antigua raza de los mortales,
cultiva la tierra con los
bueyes.
Y Églogas y Geórgicas de Virgilio, quien empezaba su Eneida diciendo:
Yo, aquel que en otro tiempo modulé cantares
al son de la leve avena.
Y aún antié, los niños de la guerra, con los canutitos de avena o de alcacel, apretados con el dedo índice sobre la frente haciéndose una cruz, lograban pequeños caramillos de sonido singular.
Y en Garcilaso, y en Fray Luis de León que imitaba a Horacio:
Dichoso aquel que huye del mundanal ruido,
y sigue la escondida senda
por donde han ido,
los pocos sabios que en el mundo han sido.
Y en el Pablo y Virginia de Goethe, y en El Emilio de Rousseau, y en la aventura paradisíaca de Robinsón Crusoe de De Foe, y en Delibes, Blasco Ibáñez, Gabriel Miró, Pereda, Armando Palacio Valdés.
Del campo se ama todo, porque sobre él alienta y se sustenta todo; de él mana poesía del alma y filosofía encauzadora de la razón.
Cada solsticio va abriendo día a día, surco a surco -que diría Muñoz
Rojas-, secretos al campo que fue, es y será, una inmensa caja de arcanos.
Entrañan secretos las peñas, razones de ser cada árbol y luces los caminos y realengas. Cada primavera, todo árbol es un corazón que late con decenas de nidos colgados en los que pipían pataletes implumes que luego serán voladoras saetas emplumadas.
Tamaña y misteriosa aventura la del grano que cae en la amelga, tirada
por mano humana, arrastrada por el viento, transportada por los insectos, o el
polen que autopoliniza la planta madre. El niño de
El campo vivido en todo su sentido alto y profundo es la antítesis del odio y de la guerra. Es la paz que a veces ensangrentamos en una transgresión brutal de la razón de ser de las cosas.
Alondras
Mañanitas estivales frescas por la brisa residual, húmeda estela de las ribereñas noches con ladridos de perros al lucero miguero, cruá, cruá de ranas en las almatriches y cri, crí de grillos entre la hierba punta y las verdolagas; órdago sonoro de las creaturas mínimas al silencio cósmico de la noche.
Antes de bajar al prosaico rastrojo y a los duros terrones de los barbechos donde tiene su hábitat, la alondra saluda a padre Sol que apunta tras las onduladas lomas al sur de La Alhóndiga. El canoro pájaro es allá en el cielo como un mínimo acento circunflejo, levitando inmóvil en el azul del éter; inmóvil, la alondra modula sus cantos de inefables resonancias que son remedos, ¡oh maravilla!, del trino de todos sus congéneres. Sí, oyendo cantar a la alondra tempranera, si al tiempo no la ves, puede parecerte que se trata de la armoniosa melopea del mirlo en celo, o del trino del jilguero en los espinosos borriqueros de negras semillas -alpiste negro en el argot infantil-, del verderón entre las frondas, o el lánguido e inefable canto del ruiseñor en los chopos del soto.
Al
solitario niño alhondiguero se le colmaban las pupilas de entrañables
horizontes y se le esponjaba el alma al conjuro de la jerga mañanera de los
pajarillos de los campos regadíos, sumido en un irremediable memento pánico,
acompasado por el amortiguado cantar de su madre cuando le escuchaba Los pajarillos, de
¿A quién no le ha cantado
una
madrecita buena,
en un
anochecer de plata,
nanas que
le han dormido?