domingo, 20 de octubre de 2024

 

EVOCACIÓN

        Apunta el día

       Por detrás de aquellos montes, que ya siluetean sus iluminados contornos por el Este del horizonte, asoma el incendiado cortejo grana que precede a la aurora. Tras ella, el Sol despunta y se abre el día.

       Despierta la creación y saca de quicio a sus creaturas. Dios abandona su rengue y reanuda su labor continuadora de la creación eterna.

 Campos

      El campo es belleza en vuelo, génesis de frutos y vida. El campo encierra los yo y los tú más primigenios y edénicos de la Creación, el  Adán y Eva de la metáfora divina: el primer amor y el primer pecado en carne y hueso mortal. El campo está en el Beatus ille de Horacio:

       Dichoso aquel que alejado de los negocios,

      como la antigua raza de los mortales,

     cultiva la tierra con los bueyes.

 Y Églogas y Geórgicas de Virgilio, quien empezaba su Eneida diciendo: 

                Yo, aquel que en otro tiempo modulé cantares

               al son de la leve avena.

           Y aún antié, los niños de la guerra, con los canutitos de avena o de alcacel, apretados con el dedo índice sobre la frente haciéndose una cruz, lograban pequeños caramillos de sonido singular.

           Y en Garcilaso, y en Fray Luis de León que imitaba a Horacio:

        Dichoso aquel que huye del mundanal ruido,

       y sigue la escondida senda por donde han ido,

      los pocos sabios que en el mundo han sido.

           Y en el Pablo y Virginia de Goethe, y en El Emilio de Rousseau, y en la aventura paradisíaca de Robinsón Crusoe de De Foe, y en Delibes, Blasco Ibáñez, Gabriel Miró, Pereda, Armando Palacio Valdés.

           Del campo se ama todo, porque sobre él alienta y se sustenta todo; de él mana poesía del alma y filosofía encauzadora de la razón.

 

          Cada solsticio va abriendo día a día, surco a surco -que diría Muñoz Rojas-, secretos al campo que fue, es y será, una inmensa caja de arcanos.   

           Entrañan secretos las peñas, razones de ser cada árbol y luces los caminos y realengas. Cada primavera, todo árbol es un corazón que late con decenas de nidos colgados en los que pipían pataletes implumes que luego serán voladoras saetas emplumadas.

           Tamaña y misteriosa aventura la del grano que cae en la amelga, tirada por mano humana, arrastrada por el viento, transportada por los insectos, o el polen que autopoliniza la planta madre. El niño de la  Alhóndiga ya reparaba con asombro en la pequeñita aguja verde que empezaba a salir de la tierra en do fue echada la semilla por el sembrador; y cómo después, ya  endeble caña crecida, empanzaba en ella la espiga que en la era, al son de las colleras de trilla, devendrá en el trigo que se convertirá en pan candeal; o cómo de la maciza caña de maíz que fue leve golpe de grano sembrado en la tierra a estaquilla, brotaba la mazorca de maíz que también era alimento.

  El campo vivido en todo su sentido alto y profundo es la antítesis del odio y de la guerra. Es la paz que a veces ensangrentamos en una transgresión brutal de la razón de ser de las cosas.

Alondras

        Mañanitas estivales frescas por la brisa residual, húmeda estela de las ribereñas noches con ladridos de perros al lucero miguero, cruá, cruá de ranas en las almatriches y cri, crí de grillos entre la hierba punta y las verdolagas; órdago sonoro de las creaturas mínimas al silencio cósmico de la noche.

         Antes de bajar al prosaico rastrojo y a los duros terrones de los barbechos donde tiene su hábitat, la alondra saluda a padre Sol que apunta tras las onduladas lomas al sur de La Alhóndiga. El canoro pájaro es allá en el cielo como un mínimo acento circunflejo, levitando inmóvil en el azul del éter; inmóvil, la alondra modula sus cantos de inefables resonancias que son remedos, ¡oh maravilla!, del trino de todos sus congéneres. Sí, oyendo cantar a la alondra tempranera, si al tiempo no la ves, puede parecerte que se trata de la armoniosa melopea del mirlo en celo, o del trino del jilguero en los espinosos borriqueros de negras semillas -alpiste negro en el argot infantil-, del verderón entre las frondas, o el lánguido e inefable canto del ruiseñor en los chopos del soto.

           Al solitario niño alhondiguero se le colmaban las pupilas de entrañables horizontes y se le esponjaba el alma al conjuro de la jerga mañanera de los pajarillos de los campos regadíos, sumido en un irremediable memento pánico, acompasado por el amortiguado cantar de su madre cuando le escuchaba  Los pajarillos, de la Niña de la Puebla. Remedando a Manuel Machado:

                                      

                          ¿A quién no le ha cantado

                          una madrecita buena, 

                          en un anochecer de plata,

                         nanas que le han dormido?