VENTURAS Y DESVENTURAS DE UN MAESTRO RURAL
A quien, en la niñez, fue mi maestro bueno, que me enseñó las primeras letras, muchas veces a la luz de un carburo en el cortijo de mi nacencia.
EL PERSONAJE
Fue el “Bizco Antequerilla” un maestro rural (1.898-1.942)), que ejerció la enseñanza por los campos de la dilatada y ubérrima ribera de huertas que riegan por las acequias del Guadalhorce. Por su grandeza humana, su memoria es susceptible de ser recuperada en libros, incardinada en el singular y aciago marco histórico y social que le tocó vivir.
Toda su vida anduvo por los campos impartiendo la enseñanza básica a porquerillos, a “pintaores” que tras la yunta dejaban golpes de semilla en el surco que abría el arado en las besanas, a vaquerillos y demás zagales campesinos.
Establecía
aula, si no había otro remedio, en los portales y zaguanes de los cortijos y
casas de labor, en los hatos de los
tajos aprovechando los rengues entre revezos, porque esa era la única forma de enseñar en
aquella época a tan desfavorecidos
alumnos, que, a muy temprana edad,
ya habían de participar, por
necesidad de subsistencia y en virtud de inexorable y atávico contrato social,
en las faenas labriegas de sol a sol a la par que los mayores.
Sabían bien
aquellos maestros de niños y zagalones jornaleros, próximos a entrar en quinta
algunos de ellos, que la inmensa mayoría
de éstos no podían ir a beber el saber en la escuela; era el saber el que
generosamente debía ir a ellos.
Los
alumnos solían aprender así
a escribir, a leer y las cuatro reglas aritméticas, amén de hábitos de
tolerancia, respeto y urbanidad. Tan
somera instrucción instalaba, no obstante, al
jornalero que la recibía en un
escalón aventajado en el ambiente
de analfabetismo imperante. Para mayor satisfacción, así, al menos, le evitaba en la “mili”
el enojoso trámite de
valerse de algún compañero que le escribiera y leyera el carteo con sus
padres y la novia.
No incomodaba
al “Bizco Antequerilla” tal sobrenombre, cuyo origen se ignoró siempre, porque ni era
bizco ni nunca existió en muchas leguas a la redonda lugar alguno llamado
Antequerilla. Ciertamente, los motes fueron,
y son, corrientes entre las gentes de
toda la comarca guadalhorceña. Empero,
agradecía que le aplicasen el apelativo de maestro, como aquí le llamaremos en adelante, porque con ello veía reconocida
su abnegada labor docente, y se sentía motivado
a seguir sembrando entre los hijos de braceros, gañanes y labriegos la semilla del saber y los preceptos
fundamentales para hacer de ellos “hombres
de bien”.
Su geografía lectiva,
de lunes a sábado inclusive, abarcaba todos los enclaves habitados entonces con más vecinos que el
pueblo) de la margen derecha del
Guadalhorce, con periplo alternativo: Tres días de Este a Oeste, y, en
sentido contrario, otros tres, siempre de lejos a cerca para que, al regreso, la
noche le cogiera cerca de su hogar en Cártama-pueblo.
Las jornadas que le tocaba empezar por el Este , enseñaba en los emplazamientos de Doñana, El Toledillo, Almotaje, Hacienda Los Remedios, El
Peñoncillo,
Cuando
iniciaba la ruta por el Oeste, instruía en Gibralgalia, Casapalma, Pajares,
Portugalete, Muléyla, El Chopo, Casilla Candelero, Cortijo “Dieguito el malagueño”,
Cortijo Berrocal, Cortijo de Alcántara, y otros asentamientos. Esta ruta
terminaba en
Toda
una variopinta toponimia cuya semántica
en muchos casos sugerían ecos de
civilizaciones pasadas, especialmente
agarenos (Muleyla, Portugalete, Pajares, Gibralgalia, Alhóndiga, Almotaje, Soto
del moro), de las que los arados y chapolinas
de los labriegos, raro es el día que no alumbran un testigo arqueológico
fehaciente.
Contorneaban dichas rutas una
bella orografía y toponimia de enclaves
labriegos de los que, la mayoría, ya sólo existen en el recuerdo o, en la tradición
oral: la juventud actual, por ley de vida ignora que existieron, al menos con
la definida personalidad (cultura atávica, usos y costumbres, intrahistoria,
etc) que otrora caracterizó a sus
moradores.
El maestro
iniciaba su cotidiana tarea al par del alba; se
encaminaba a ella por sendas y trochas, dejando atrás el dulce vaho de
las tahonas del pueblo que calentaban hornos de hacer teleras con
taramas de lentiscos, tomillos y jaras, y,
a veces, con ramón de olivos; las campanas saludaban la alborada con
sones de maitines dando fe de que todavía, como otrora, Cártama era una ciudad
levítica. Era el momento en el que los campos
empiezan a emborracharse con el olor de la retama en flor; cuando la
gresca de las perdices y los pájaros terroneros despiden al lucero
“miguero”, guardián de las cabrillas, que se escabulle por las piqueras del cielo;
la hora mística e insondable, en la que los pastores de ambos trayectos
hacían, unos días, migas --de ahí, quizás, el sobrenombre del lucero, que no es otro que el mañanero Marte, sideral
reloj de boyeros y gañanías--, y, otros,
gachas zahínas con miel, para que
al estómago a media mañana no lo soliviantara
la gazuza que despierta el duro pastoreo de grandes piaras de ganado, lo que no
dejaba lugar para saciarla con el sosiego de hacerlo a sus horas adecuadas,
cuando todos los braceros caen a comer el toque de oración por los esquilones
de la ermita.
A la lumbre de las
fogatas en los grandes humeros de
las cabrerizas, o al abrigo de los
chambaos junto a las “quedá” en rediles,
o en alguna gañanía, el enseñante
compartía con cabreros, pastores
y boyeros el sólido desayuno,
acopiando fuerzas porque, como a los ganaderos, a él también le
esperaba una dura brega, enseñando hasta
declinar el día a los niños de los niños cortijeros.
En esa hora de
las migas, los gallos desde las baldas anunciaban el paso de la noche al día cuando la peineta
de la alborada, como una tumbaga de diamantes, y va invadiendo lentamente los
alcores; es la divina hora en que las
perdices contrapuntean el silencio con sus jácaras; hora mística en la que adviene
la luz de vida que pone en movimiento la
creación.
Durante
este preámbulo matutino, previo al careo del ganado en las dehesas, se
producía un rico intercambio de saberes: Los pastores, abandonaban
sus reflexivos silencios para comentar
con palabras medidas los avatares del día anterior en los campos recorridos,
como igualmente las cosas del
sentimiento, que también a ellos les acucia en los lejanos y apartados baldíos
de pastoreos:
Por la tarde la campiña les fatiga,
Por la noche, el campesino sueña,
Al alba, sus sentires son de amores.
El maestro, aportaba al coloquio las nociones autodidactas
que él había abrevado en sus libros y en
la experiencia de su intensa vida, e
informaba a sus amigos de las cotidianas
incidencias en el lugar, al que los ganaderos sólo iban cada quince días
para “mudarse de ropa”
COBRO
EN ESPECIES
El maestro (él quería que así le llamaran porque así le llamaban a Jesús), contaba con una burra a la que, sobre el aparejo, le solía echar un serón, porque, dada la penuria del campesinado, no siempre, o más bien casi nunca, podía cobrarles sus míseros emolumentos en dinero, sino en especies --gallos, gallinas, huevos, y hasta batatas, papas, harina , etc-- que debía transportar en los cujones del dicho serón, lo cual, él aceptaba en aras de la supervivencia. Por ello, y no por lucro, se veía obligado a ejercer, paralelamente a la instrucción, una especie de Recoba. Y para convertir en dinero tales especies de trueques, el maestro las vendía por las noches a precios asequibles y a clientes fijos, en su propia casa del lugar, convertida por ello en virtual abacería.
Además de la enseñanza, en su desvivirse por servir a aquellas gentes
alejadas de los servicios de la civilización, desinteresadamente hacía de
practicante, de “capaor”, igual de cochinos que de potros y de mulos y, sobre
todo, de leal consejero y gestor, sirviéndole para ello su cargo de Presidente del Centro Instructivo
Obrero.
LAS DIABLURAS DE SU DISCÍPULO EL “LAGARTIJA”
Aunque el maestro nunca daba pie a que sus alumnos le gastaran bromas fuera
de vara, no todos, como pasa siempre, son de condición llevadera. Patético,
y verídico, ejemplo de ello es el del “Lagartija”, zagalote de unos trece o catorce
años (aunque el recio trajín de la perra vida le había adelantado la madurez),
espigado, flaco como un esparto, cuyo citado mote --que
se lo pusieron en el cortijo de
En dicho cortijo, el
“Lagartija” era el “chiquichanga” o “cazoletero”, es decir, el encargado de faenas auxiliares, como la de
largarse al lugar a por “mandaos” en
una bestia, e ir diariamente varias
veces por agua a las distantes fuentes del Zarzalón o Almotaje, sobre la
mula destinada a ello, con cuatro cántaros de barro, casi tan grandes como
él --la mayoría boquinos por el zarandeo--,
encajados en aguaderas hechas con pleitas de esparto; cántaros, que después
repartía por tajos, besanas, esquilmos, “regaores”, como, también, a la casa-cortijo. Además,
debía ayudar al boyero a “sacar”, cuando tocaba, los estiércoles de tinados,
pesebreras, cuadras y corraletas.
Dado su
cometido de reparto por las 150 fanegas de tierras de la hacienda, el Lagartija
debía pasar diariamente por parajes arbolados y sotos en donde las aves tenían su hábitat y
orquestaban sus algarabías. Llegó a
conocer a casi todas las especies de
pájaros de la ribera e, igualmente, estaba
familiarizado con el graznar de las carroñeras (grajos, buitres, grajillas
etc) que desde los picachos serranos,
bajaban a nutrirse en arroyos cercanos con los
animales muertos que en ellos tiraban los campesinos. Por eso, había adquirido una inusitada habilidad para simular el canto de
estos pájaros, como también guturalizar
el rebuzno del asno y el relincho de caballos y
yeguas e, incluso, el lastimero
berreo del becerro que, para el destete, quedaba amarrado en la pesebrera, y
el patético mugido de la madre al
acuciarle el malestar de sus ubres repletas
de leche. Se convirtió, pues, en un insospechado virtuoso
para el remedo de la jerga de la fauna de tierra y aire de los horacianos
pagos guadalhorzanos.
Tenía el maestro, y con razón, en gran
aprecio a su burra, pues aparte del insustituible servicio que le prestaba, era
resignada a más no poder, con un andar alegre y ligero sin trastabillar
jamás por muy pedregoso que fueran los
caminos que transitaba. Tan mansa era,
que los chaveas, incluso los más pequeños, la montaban en sus juegos, aparejada o en pelo, dándose unos a otros para subirse en ella “una
pata”, sin que la noble bestia hiciera
nunca un extraño o un renuncio.
Pero, como todo en la vida, la rucia tenía un defecto, no capital pero harto latoso para su dueño: Era machorra (estéril), y, además, lunera: Se calentaba todas las lunas, de lo que el mico y avispado “Lagartija” se aprovechó para embromar de manera cruel e irrespetuosa a su propio maestro. Cuando más confiado transitaba éste a lomos de su jumenta por alguno de los caminos de su habitual recorrido, de detrás del más insospechado taraje, mimbrera o tupida sierpe de algún granado del quijero de la acequia cercana al camino, súpito y estruendoso emergía un rebuzno. Y, tan genuinamente asnal era, que ni el más avezado hierofante se habría atrevido a dudar que tal roznido proviniera de un borrico garañón.
A la burra,
al oír el gutural galanteo del
macho, se le espabilaba la libido de
forma aparatosa: Frenaba en seco sus andares, arqueaba el lomo y, juntando los
cascos delanteros con los traseros, la pobre bestia se meaba
a chorro al tiempo que, con los
belfos entre los brazuelos, iniciaba un frenético y tórrido mastique. El
maestro, por efecto de la inercia del brusco parón y simultáneo acamellamiento
del lomo de su asna, ipso facto e irremisiblemente, iba al
suelo por encima de las agachadas orejas de la
jumenta ya florida al husmear el macho.
Desgraciadamente,
por muy apriesa que el enseñante,
empolvado y bardado por el batacazo en el camino de acarreos, saltaba la acequia paralela al camino por el más cercano atraque, garrote en
ristre para ajustarle las cuentas al insidioso autor del agudo roznido que
tantas humillaciones le estaba ocasionando, nunca
veía al rucio que emitía los
malditos rebuznos, ni encontraba pataleo de sus cascos, ni fóllega o rastro alguno en los hierbajos que le permitiera colegir que creatura
maligna y fantasmal era la que le sumía
en tan constante sin vivir.
Para
más desesperación, en una de esas
caídas aterrizó de espaldas y, sin poder evitarlo, con sus cuadriles aplastó el
hurón que dentro de una redecilla ad hoc amarrada a la cintura con hiscales
de esparto o de cogollo de palma, llevaba bajo la chamarreta. En efecto, el
maestro no tenía otra afición fuera parte de la enseñanza, que la caza; de vez en cuando, siempre que tenía ocasión, se iba de cacería a los pechos de enfrente con
su escopeta, perros y hurón. Las piezas que cobraba las regalaba siempre al ama de casa del cortijo en el que le tocaba almorzar al
día siguiente.
Siguiendo con el Lagartija, lo que menos llevadero le resultaba al respetable docente era el inmenso ridículo en que se veía ante los braceros de los tajos de trabajo que se percataban de sus especiales y nunca vistas diatribas con el rebuzno de marras.
Todo aquello resultaba misterioso: Ni una huella
de herradura, ni una brizna de hierba pisada, ni nada que en cien metros a la
redonda diera pista de haber sido hoyado por creatura capaz de emitir el maldito rozneo una y otra vez en los lugares de su itinerario
menos imaginable, aunque siempre al socaire de maizales o cañaverales cabe el
camino. Ya empezaba a dudar si realmente
el rebuzno provenía de animal real o de algún hideputa bípedo mal nacido. Pero, no, aquello
no podía ser más que asnal. Sobre la otra y remota posibilidad, se
había prometido endiñarle un
escopetazo en cuanto lo cogiera “a tiro meío“, razón por la que desde un tiempo se llevaba consigo
la escopeta en un cujón del serón, y los cartuchos, en lugar de con
perdigones de plomo que podrían herir, los había cargado con sal gruesa secada
a fuego lento en la sartén, para utilizadas a guisa de postas y salarle el trasero al
rebuznador, sobre todo si era de dos patas, como cabía sospechar
ya.
Usar sal gorda secada al máximo como
metralla disuasoria, que no lesa, era corriente entonces: Cuando los “cacos”, que en aquellos años solían descolgarse en los trenes mixto y
mensajero desde la capital a las huertas
de la ribera para robarle a los hortelanos sus frutos, estas nobles y bragadas gentes echaban mano de este radical argumento
disuasorio: Al que cogían con las manos en la masa robando el fruto de sus diarios
esfuerzos de sol a sol, le endiñaban un
par de tiros de sal en el nalgatorio, cuyo escozor cabe suponer.
La
solidaridad campesina de la época se ponía también de manifiesto cuando, de cortijo a cortijo, llegaba el estremecido
eco de
las caracolas, que, como cual si
fuera generala, tal les cogía en ese
momento el patético eco se
ponían en pie de guerra, porque, de seguro,
rondaban ladrones, o el perro “de rabia” deambulaba mordiendo cuanto encontraba a su paso , o, el río bajaba salido de madre y urgía tomar las medidas de seguridad con personas, animales y
frutos que diese tiempo, antes de que llegara a cada enclave la tumultuosa avalancha
de agua y lodo que, así, se las gastaba, y se las gasta, el voltario
Guadalhorce.
Y,
como no hay mal que cien años dure, una
tarde de aquél, para el maestro
aciago verano, en el sombrajo de
la era de
En
esas estaban cuando, la yegua de la mano,
recién parida, al ser soltada del trillo se escapó buscando a su cría. Para
hacerla volver a la era y trabarla en la
parva con el resto de la collera, el “morero”
le encargó al Lagartija, que andaba por allí en su tarea de
recoger los cántaros ya vacíos, para al amanecer del otro día ir a
la fuente por el agua que debía repartir
por los tajos al iniciarse la jornada:
--“Lagartija”,
vete a por la yegua y trábala en la parva
pa que se caree junto a las otras bestias.
Para ahorrarse el correr tras la bestia
parida arreándola hacia la era, al Lagartija no se le vino a ocurrir otra cosa que imitar el relincho lastimero del potrillo. Tan perfectamente lo hizo que, de inmediato, orejas enhiestas, acudió la
madre. Y..., ya no cabía forma de
enderezar el error: cuando cayó en la cuenta de lo que acababa de hacer delante
del maestro, el sudor se le convirtió
en escarcha bajo la blusa; el docente, que también esperaba el momento de meter mano
al gazpacho, no más oírle relinchar de
tan perfecta manera, dio un felino salto
y asió el enjuto gañote de su alumno e
hizo presa en su prominente nuez con los
dedos cual si fueran inexorables alicates. Al convicto de tan irresponsables y crueles chanzas,
rápidamente se le empezaron a
vidriar y dilatar las pupilas.
El “caporal”
mayor del cortijo, presente en la era
como solía hacer al caer la tarde, atónito
y alarmado ante lo que estaba viendo, e ignorando la causa de la acción del maestro, gritó a éste:
--- ¡Maestro, ¿se ha vuelto loco...?!
---¡¡¡ Siiiiiiiiiiiiii...!
---Pero..., ¡va a ahogar al Lagartija...!
--- ¡ Siiiiiiiiiiiiiiiii....!
--- ¿Y que le ha jecho el zagal.......?
--- ¡Ya lo contaré cuando venga el juez y la “pareja”
a levantar su cadáver y a llevarme a mí preso, que es mejor que la muerte que tanto me
he deseado por culpa de este cabrón...!
Los hercúleos brazos de “Frasco Porra” (carretero barcinador de
El irreverente
pupilo fue juzgado en el acto por aquel jurado de “hombres buenos”, gente de cuajo de
los de antes de la guerra quienes, a
petición del propio enseñante (demostrando éste una vez más su bonancible condición),
conmutaron al cazoletero la pena de
despido inmediato, que en tales casos y datas era lo habitual, por la de tener
que recitarle al día siguiente al preceptor la nómina completa de los reyes godos, amén
de tararear la letanía del Santo Rosario (en latín, tal se hacía también entonces),
como añadida penitencia impuesta a petición de su propia y piadosa madre, que vivía en Palomo, otro
cortijo perteneciente a
EL
MAESTRO PROCLAMA
Como hombre de trato diario con labradores de pequeñas haciendas y jornaleros, cuyas penurias conocía y compartía, Antequerilla era entonces hombre de izquierda. De una izquierda humanista, dialogante, tolerante y de ajustada dialéctica, cual cuadraba a su formación y oficio. Precisamente por ello, ostentaba en el pueblo la presidencia del Centro Instructivo Obrero.
Al ser Sierra de Gibralgalia (a
“Queridos amigos y correligionarios:
Amigos, ¡¡Viva España!!
¡¡Viva
¡ MALHAYA
Como hemos visto, fue un hombre dueño de esos valores profesionales “propiedad sustantiva del pueblo trabajador”. A través de su ministerio, intentaba humildemente inculcar a los niños-hombres que él alfabetizaba, la dignidad, la solidaridad y la virtud a través de su propio sentido de la justicia. Pero la mala suerte fue un constante contrapunto a su generosa textura humana.
Al terminar la contienda civil,
se le extrañó de su pueblo y, al parecer, murió (no está comprobado el sitio de
su muerte, pero sí enterrado en Cártama), paupérrimo y olvidado en su exilio
allá en Los Pechos de Cártama enfrente del pueblo. Tenía prohibición expresa de practicar la
labor docente a la que había dedicado su
vida, y de aproximarse a la villa menos de tres kilómetros.
Algunas noches, al
amparo de la oscuridad, la infinita nostalgia le acuciaba a contravenir tan
injusta imposición y, cruzando furtivamente el río Guadalhorce por el vado de
Las Tres Leguas, llegaba por la realenga de trashumancia hasta la ya aquí invocada, moruna acequia
del Barullo, a la altura del Cortijo de Palomo, donde según la ancestral
leyenda que en otro lugar de este libro recogemos, murió Poncios Pilato. Desde
aquí, escondido en alguna sierpe, se
emocionaba escuchando el eco, amortiguado por la distancia y la silenciosa
serenidad de la noche, de las inocentes canciones que los niños y jóvenes cantaban durante sus juegos a la rueda, al “pilla, pilla” o “al alto”, etc.
Ya avanzada la noche, tornaba a su casilla de esquilmeros con techo de juncos y palmas, sita, como quedó
dicho, en los Montes de enfrente del lugar,
en los que también cinco siglos antes se
asentaron los exiliados moriscos
víctimas de otra guerra, aquella
entre moros y cristianos. Allí, dicen que vivió un tiempo a solas con
sus recuerdos y nostalgias y el alma
cargada de motivos poéticos exenta de hiel y odio.
Por el
horizonte sur, su vista contemplaba el
titánico esqueleto del Castillo, fortaleza medieval, que corona el milenario
cerro de
El amargo sabor de las injusticias e ingratitudes humanas, consumió
definitivamente su arduo y probo existir, y, un día, que nadie recuerda
ya, la melancolía se lo llevó de este mundo envuelto en un sudario de
ideales marchitos.