jueves, 24 de octubre de 2024

 

    VENTURAS Y DESVENTURAS DE UN MAESTRO RURAL

             A quien, en la niñez,  fue mi maestro bueno, que me enseñó las primeras letras, muchas veces a la luz de un carburo  en el cortijo de mi nacencia.

 

 

                                        EL PERSONAJE

           Fue el “Bizco Antequerilla  un maestro rural (1.898-1.942)), que   ejerció  la enseñanza  por los  campos de la dilatada y ubérrima ribera de huertas que riegan por las acequias del Guadalhorce. Por su  grandeza  humana, su memoria  es susceptible de ser recuperada    en libros,  incardinada  en el singular y aciago marco histórico y  social que le tocó vivir.

        Toda su vida anduvo por los campos impartiendo la enseñanza básica  a porquerillos, a “pintaores” que tras la yunta dejaban golpes de semilla en el surco que abría el arado en las besanas, a vaquerillos y demás zagales campesinos.

 

       Establecía aula, si no había otro remedio, en los portales y zaguanes de los cortijos y casas de labor, en los hatos  de los tajos aprovechando   los   rengues entre revezos,  porque esa era la única forma de enseñar en aquella época a tan desfavorecidos  alumnos, que, a muy temprana edad,  ya  habían de participar, por necesidad de subsistencia y en virtud de inexorable y atávico contrato social, en las faenas labriegas de sol a sol a la par que los mayores.

 

     Sabían bien aquellos maestros de niños y zagalones jornaleros, próximos a entrar en quinta algunos de ellos, que la inmensa  mayoría de éstos no podían ir a beber el saber en la escuela; era el saber el que generosamente debía ir a ellos.

 

      Los alumnos  solían  aprender así  a escribir, a leer y las cuatro reglas aritméticas, amén de hábitos de tolerancia, respeto y  urbanidad. Tan somera instrucción instalaba, no obstante,   al  jornalero que la recibía en un  escalón aventajado en el ambiente  de analfabetismo imperante. Para mayor satisfacción,  así, al menos, le evitaba en  la “mili”  el enojoso trámite de   valerse  de algún  compañero  que le escribiera y leyera el carteo con sus padres y  la  novia. 

 

 No incomodaba al “Bizco  Antequerilla”  tal sobrenombre,   cuyo origen se ignoró siempre, porque ni era bizco ni nunca existió en muchas leguas a la redonda lugar alguno llamado Antequerilla.  Ciertamente, los motes fueron, y son,  corrientes entre las gentes de toda  la comarca guadalhorceña. Empero, agradecía  que le  aplicasen el apelativo de maestro, como aquí le llamaremos  en adelante, porque con ello veía reconocida su abnegada labor docente, y se sentía motivado  a seguir sembrando entre los hijos de braceros, gañanes y  labriegos  la semilla del saber  y  los preceptos fundamentales para hacer de ellos “hombres de bien”.  

        

Su geografía  lectiva, de lunes a sábado inclusive, abarcaba todos los enclaves   habitados entonces con más vecinos que el pueblo) de la margen derecha del  Guadalhorce, con periplo  alternativo: Tres días de Este a Oeste, y, en sentido contrario, otros tres, siempre   de lejos a cerca para que, al regreso, la noche le cogiera cerca de su  hogar en  Cártama-pueblo.

 

 Las jornadas  que le tocaba empezar por el  Este , enseñaba en los emplazamientos  de Doñana, El Toledillo,  Almotaje, Hacienda Los Remedios, El Peñoncillo, La Máquina, Barceló, La Noria, Cortijo Porra, Cortijo Molinero Alto, Cortijo  Molinero Bajo, Casilla Los Vargas,  El Jardincillo, Soto del Moro, Cortijo Talento, El  Huertecillo de Cayetana, Molino de Carvajal, El Cerrillo Joseito, Casilla Pepito El Bicho  ,y, Cortijo Palomo, para terminar la última clase  en La Alhóndiga,   generalmente ya  de anochecida a la luz de un carburo, sobre todo en los cortos días invernales.

          Cuando iniciaba la ruta por el Oeste, instruía en Gibralgalia, Casapalma, Pajares, Portugalete, Muléyla, El Chopo, Casilla Candelero, Cortijo “Dieguito el malagueño”, Cortijo Berrocal, Cortijo de Alcántara, y otros asentamientos. Esta ruta terminaba en la Colonia de Riarán,   a poco más de un  kilómetro del  lugar, tras haber cubierto  el largo recorrido iniciado, tal se ha dicho, en Gibralgalia,  bien andando con la burra de reata, y otros tramos montado  en ella.

          Toda una variopinta toponimia  cuya semántica en muchos casos sugerían  ecos de civilizaciones  pasadas, especialmente agarenos (Muleyla, Portugalete, Pajares, Gibralgalia, Alhóndiga, Almotaje, Soto del moro), de las que los arados y chapolinas  de los labriegos, raro es el día que no alumbran un testigo arqueológico fehaciente.

 

            Contorneaban  dichas rutas   una bella orografía y toponimia de  enclaves labriegos de los que, la mayoría, ya   sólo existen en el recuerdo o, en la tradición oral: la juventud actual, por ley de vida ignora que existieron, al menos con la definida personalidad (cultura atávica, usos y costumbres, intrahistoria, etc) que otrora caracterizó a  sus moradores.

          El maestro iniciaba su cotidiana tarea al par del alba; se  encaminaba a ella por sendas y trochas, dejando atrás el dulce vaho de las tahonas del pueblo que calentaban   hornos de hacer teleras  con  taramas de  lentiscos, tomillos y  jaras, y,  a veces, con ramón de olivos; las campanas saludaban la alborada con sones de maitines dando fe de que todavía, como otrora, Cártama era una ciudad levítica. Era  el momento en el que  los campos  empiezan a emborracharse con el olor de la retama en flor; cuando la gresca de las perdices y los pájaros terroneros despiden al  lucero  “miguero”,  guardián  de las cabrillas, que se  escabulle por las piqueras  del cielo;  la hora mística e insondable, en la que los pastores de ambos trayectos hacían, unos días, migas --de ahí, quizás, el sobrenombre del lucero,  que no es otro que el mañanero Marte, sideral reloj de boyeros y gañanías--, y, otros,  gachas zahínas  con miel, para que al estómago a media mañana no lo soliviantara    la gazuza que  despierta el duro  pastoreo de grandes piaras de ganado, lo que no dejaba lugar para saciarla con el sosiego de hacerlo a sus horas adecuadas, cuando todos los braceros caen a comer el toque de oración por los esquilones de la ermita.

 

A la lumbre de las  fogatas  en los grandes humeros de las cabrerizas,  o al abrigo de los chambaos  junto a las “quedá” en rediles, o en alguna gañanía, el enseñante  compartía con cabreros,  pastores y boyeros el  sólido desayuno, acopiando   fuerzas  porque, como a los ganaderos, a él también le esperaba una dura brega, enseñando   hasta   declinar el día a los niños de los niños cortijeros.

En  esa hora de las migas, los gallos desde las baldas anunciaban  el paso de la noche al día cuando la peineta de la alborada, como una tumbaga de diamantes, y va invadiendo lentamente los alcores; es la divina hora en que  las perdices contrapuntean el silencio con sus jácaras; hora mística en la que adviene la luz de vida que  pone en movimiento la creación.

 Durante este   preámbulo matutino, previo al   careo del ganado en las dehesas, se producía  un rico  intercambio de saberes: Los pastores, abandonaban sus reflexivos silencios  para comentar con palabras medidas los avatares del día anterior en los campos recorridos, como igualmente  las cosas del sentimiento, que también a ellos les acucia en los lejanos y apartados baldíos de pastoreos:

 

           Por la tarde la campiña les fatiga,

           Por la noche, el campesino sueña,

           Al  alba, sus sentires son de amores.

 

El maestro, aportaba al coloquio las nociones autodidactas que  él había abrevado en sus libros y en  la experiencia de su intensa vida, e informaba a sus amigos de las cotidianas  incidencias en el lugar, al que los ganaderos sólo iban cada quince días para “mudarse de ropa”

                                               

                         COBRO EN ESPECIES

              El maestro  (él quería que así le llamaran porque así le llamaban a Jesús), contaba  con una burra a la que, sobre el aparejo, le solía echar un serón, porque, dada la penuria del campesinado,  no siempre, o  más bien casi nunca,  podía cobrarles  sus míseros emolumentos en dinero, sino en especies    --gallos, gallinas, huevos, y hasta batatas, papas, harina , etc-- que debía transportar en los cujones del dicho serón, lo cual,  él aceptaba  en aras de la supervivencia. Por ello, y no por lucro,  se veía obligado  a ejercer, paralelamente a la instrucción, una especie  de  Recoba. Y para  convertir en dinero tales especies de trueques, el maestro  las vendía por las noches a precios asequibles  y a clientes  fijos,   en su propia casa del lugar, convertida por ello en virtual abacería.

             Además de la enseñanza,  en su desvivirse por servir a aquellas gentes alejadas de los servicios de la civilización, desinteresadamente hacía de practicante, de “capaor”, igual de cochinos que de potros y de mulos y, sobre todo, de leal consejero y gestor, sirviéndole para ello su  cargo de Presidente del Centro Instructivo Obrero.   

                LAS DIABLURAS DE SU DISCÍPULO EL “LAGARTIJA”

 

            Aunque el maestro nunca daba pie a que sus alumnos le gastaran bromas fuera de vara, no todos, como pasa siempre, son de condición llevadera.   Patético, y verídico, ejemplo de ello es el del “Lagartija”, zagalote de unos trece o catorce años (aunque el recio trajín de la perra vida le había adelantado la madurez), espigado, flaco como un esparto, cuyo citado mote  --que  se lo pusieron en el cortijo de la Alhóndiga  donde trabajaba “mantenío”--, ya daba  idea de su condición sinquieta, traviesa y sangregorda con que diluía en su ánimo  los sinsabores de un trabajo de dureza superior a la que correspondía  a su edad.

             En dicho cortijo,  el  “Lagartija”  era el  “chiquichanga” o “cazoletero”, es decir,   el encargado de faenas auxiliares, como la de largarse al lugar a por “mandaos” en una bestia,  e ir diariamente varias veces por  agua  a las distantes fuentes del Zarzalón  o Almotaje, sobre   la mula destinada a ello, con cuatro cántaros de barro, casi tan grandes como él  --la mayoría boquinos por el zarandeo--, encajados en aguaderas hechas con pleitas de esparto; cántaros, que después repartía por   tajos, besanas, esquilmos,  “regaores”,  como, también, a la casa-cortijo. Además, debía ayudar al boyero a “sacar”, cuando tocaba, los estiércoles  de tinados,  pesebreras, cuadras y corraletas.    

       Dado  su cometido de reparto por las 150 fanegas de tierras de la hacienda, el Lagartija debía pasar diariamente  por parajes  arbolados y sotos  en donde las aves tenían su hábitat y orquestaban sus algarabías.  Llegó a conocer  a casi todas las especies de pájaros de la ribera e, igualmente, estaba  familiarizado con  el graznar  de las carroñeras (grajos, buitres, grajillas etc)  que desde los picachos serranos, bajaban  a nutrirse en  arroyos cercanos   con  los animales  muertos que en ellos   tiraban los campesinos. Por eso,   había adquirido una  inusitada habilidad para simular el canto de estos pájaros,  como también guturalizar el rebuzno del asno y el relincho de caballos y  yeguas e, incluso,  el lastimero berreo del  becerro que, para el  destete, quedaba amarrado en la pesebrera, y el patético   mugido de la madre al acuciarle el malestar de sus ubres repletas  de leche. Se convirtió, pues, en un insospechado  virtuoso  para el remedo de la   jerga   de la fauna de tierra y aire de los  horacianos  pagos  guadalhorzanos.                                                                                                                                                                

            Tenía el maestro, y con razón,  en  gran aprecio a su burra, pues aparte del insustituible servicio que le prestaba, era resignada a más no poder, con un andar alegre y ligero  sin   trastabillar jamás  por muy pedregoso que fueran los caminos que transitaba. Tan  mansa era, que los chaveas, incluso los más pequeños, la montaban en sus juegos,  aparejada o en pelo,   dándose unos a otros para subirse en  ella   “una pata”, sin que la noble bestia  hiciera nunca un extraño o un renuncio. 

           Pero, como todo en la vida, la rucia tenía un defecto, no capital pero  harto latoso para su dueño:   Era  machorra (estéril), y,  además, lunera: Se calentaba todas las lunas, de lo que  el mico y avispado “Lagartija” se aprovechó   para embromar de  manera cruel e irrespetuosa   a su propio maestro. Cuando más confiado transitaba éste a lomos de su jumenta por alguno de los caminos de su habitual recorrido, de detrás del más insospechado taraje, mimbrera o tupida sierpe de algún granado del quijero de la acequia  cercana al camino, súpito y estruendoso  emergía  un  rebuzno. Y, tan genuinamente asnal era, que  ni el más avezado hierofante se habría atrevido a dudar que tal  roznido proviniera de un borrico garañón.

          A la burra, al oír  el gutural galanteo del macho,  se le espabilaba la libido de forma aparatosa: Frenaba en seco sus andares, arqueaba el lomo y, juntando los cascos  delanteros con los traseros,  la pobre bestia  se meaba  a chorro  al tiempo que, con los belfos entre los brazuelos, iniciaba un frenético y tórrido mastique. El maestro, por efecto de la inercia del brusco parón y simultáneo acamellamiento del lomo de su asna, ipso facto e irremisiblemente,   iba al suelo por  encima de las agachadas  orejas de la  jumenta ya florida al husmear el macho.

          Desgraciadamente, por muy  apriesa que el enseñante, empolvado y bardado por el batacazo en el camino de acarreos,  saltaba la acequia paralela al  camino por el más cercano atraque, garrote en ristre para ajustarle las cuentas al insidioso autor del agudo roznido que tantas humillaciones le estaba ocasionando,    nunca  veía al rucio  que emitía los malditos rebuznos, ni encontraba pataleo de sus cascos,  ni   fóllega  o rastro alguno   en los hierbajos   que le permitiera colegir que creatura maligna y fantasmal era  la que le sumía en tan constante sin vivir.                                                                                                            

         Para más desesperación,    en una de esas caídas aterrizó de espaldas y, sin poder evitarlo, con sus cuadriles aplastó el hurón que dentro de una redecilla ad hoc amarrada a la cintura  con  hiscales de esparto o de cogollo de palma, llevaba bajo la chamarreta. En efecto, el maestro no tenía otra afición fuera parte de la enseñanza, que la caza;  de vez en cuando, siempre que tenía ocasión,  se iba de cacería a los pechos de enfrente con su escopeta, perros y hurón. Las piezas que cobraba las  regalaba siempre al ama de casa  del cortijo en el que le tocaba almorzar al día siguiente.

         Siguiendo con el Lagartija, lo que menos llevadero   le resultaba al respetable docente era el inmenso  ridículo en que se veía ante los braceros  de los tajos de trabajo  que se percataban de sus  especiales y nunca vistas    diatribas con el rebuzno de marras.

 Todo  aquello resultaba misterioso: Ni una huella de herradura, ni una brizna de hierba pisada, ni nada que en cien metros a la redonda diera pista de haber sido hoyado por  creatura  capaz de emitir  el maldito rozneo  una y otra vez en los lugares de su itinerario menos imaginable, aunque siempre al socaire de maizales o cañaverales cabe el camino. Ya  empezaba a dudar si realmente el rebuzno  provenía  de animal real  o de algún  hideputa bípedo mal nacido. Pero, no, aquello no podía ser más que asnal. Sobre la otra y   remota posibilidad,  se  había prometido   endiñarle un escopetazo en cuanto lo cogiera  “a tiro meío“, razón  por la que desde un tiempo se llevaba consigo    la escopeta en un cujón   del serón, y los cartuchos, en lugar de con perdigones de plomo que podrían herir, los había cargado con sal gruesa secada a fuego lento en la sartén, para utilizadas  a guisa de postas y salarle el trasero al rebuznador, sobre todo si era de dos patas, como  cabía  sospechar  ya.

Usar sal gorda secada al máximo como metralla disuasoria, que no lesa, era corriente entonces: Cuando   los “cacos”,   que en aquellos años  solían descolgarse en los trenes mixto y mensajero  desde la capital a las huertas de la ribera  para robarle a los  hortelanos sus frutos, estas  nobles y bragadas  gentes echaban mano de este radical argumento disuasorio: Al que cogían con las manos en la masa robando el fruto de sus diarios esfuerzos  de sol a sol, le endiñaban un par de tiros de sal en el nalgatorio, cuyo escozor cabe suponer.  

 La solidaridad campesina de la época se ponía también de manifiesto cuando,  de cortijo a cortijo, llegaba el estremecido eco  de  las caracolas, que,  como cual si fuera generala, tal  les cogía en ese momento el  patético  eco  se ponían en pie de guerra, porque, de seguro,  rondaban ladrones, o el perro  “de rabia”  deambulaba mordiendo cuanto  encontraba a su paso  , o, el río bajaba salido  de madre y urgía tomar  las  medidas de seguridad con personas, animales y frutos que diese tiempo, antes de que  llegara a cada enclave la tumultuosa avalancha de agua y lodo que, así, se las gastaba, y se las gasta, el voltario Guadalhorce.

 Y, como no hay mal que cien años dure,  una  tarde de aquél, para el maestro  aciago verano,  en el sombrajo de la era  de la Alhóndiga,  el  aperaó  había mandado dar  de mano en las faenas de la trilla   para caer  todo el mundo a  merendar  del gazpacho, seguido de “mojete”, a punto ya  en un enorme dornillo de madera  puesto al efecto   sobre  la media fanega de medir los granos a guisa de mesa,   ante la que habría de situarse en círculo los moreros y comensales “arrimaos”  para dar buena cuenta de la apetitosa manduca  campera por el  equitativo sistema de “cucharada y paso atrás”.

           En esas estaban cuando,  la yegua de la mano, recién parida, al ser soltada del trillo se escapó buscando a su cría. Para hacerla volver a la era y trabarla  en la parva  con el resto de la collera,  el  “morero”  le encargó    al Lagartija,  que andaba por allí en su tarea  de  recoger los cántaros ya vacíos, para al amanecer del otro  día  ir a la fuente por el agua  que debía repartir por  los tajos al iniciarse la jornada:

             --“Lagartija”,  vete a por   la yegua  y trábala  en la parva  pa que se caree  junto a  las otras bestias.

                   Para ahorrarse el correr  tras la bestia parida arreándola hacia la era, al Lagartija no se le  vino a ocurrir otra cosa que imitar  el relincho lastimero del  potrillo. Tan perfectamente lo hizo  que, de inmediato, orejas enhiestas, acudió la madre.  Y..., ya no cabía forma de enderezar el error: cuando cayó en la cuenta de lo que acababa de hacer delante del maestro, el sudor se le convirtió en escarcha bajo la blusa;  el docente,  que también esperaba el momento de meter mano al  gazpacho, no más oírle relinchar de tan perfecta manera, dio  un felino salto y asió el enjuto gañote de su alumno  e hizo  presa en su prominente nuez con los dedos  cual  si fueran inexorables alicates.  Al  convicto de tan irresponsables y crueles   chanzas,  rápidamente se le empezaron  a vidriar y  dilatar  las pupilas.     

                   El “caporal” mayor del cortijo,  presente en la era como solía hacer al caer la tarde,  atónito y alarmado ante lo que estaba viendo, e ignorando la causa de la acción del maestro,   gritó a éste:

                   --- ¡Maestro, ¿se ha vuelto  loco...?!

                   ---¡¡¡ Siiiiiiiiiiiiii...!

                   ---Pero..., ¡va  a ahogar al Lagartija...!

                   --- ¡ Siiiiiiiiiiiiiiiii....!

                   --- ¿Y que le ha  jecho el zagal.......?

                  --- ¡Ya  lo contaré cuando venga el juez y la  “pareja”  a levantar su cadáver y a llevarme a mí  preso, que es mejor que la muerte que tanto me he deseado por culpa de este cabrón...!          

                  Los hercúleos brazos de “Frasco Porra” (carretero barcinador de la Alhóndiga)  lograron, a la desesperada, inmovilizar  al maestro, mientras que, el  “aventaor”,  echó mano de la maja de madera  con la que se labraba la  masa del gazpacho aporreando con ella, tal si majara esparto sobre un marmolillo,   los nudillos del  docente hasta casi desollárselos,  logrando así que éste   soltara  la nuez del “chiquichanga”.

                 El  irreverente pupilo fue juzgado en el acto por aquel jurado de    “hombres buenos”, gente de cuajo de los de antes de la guerra  quienes, a petición del propio enseñante   (demostrando éste  una vez más su bonancible condición), conmutaron al cazoletero la pena  de despido inmediato, que en tales casos y datas era lo habitual, por la de tener que  recitarle  al día siguiente al preceptor   la nómina completa de los reyes godos, amén de tararear la letanía del Santo Rosario (en latín, tal se hacía también entonces), como añadida penitencia impuesta a petición de su propia y  piadosa madre, que vivía en Palomo, otro cortijo perteneciente a la Alhóndiga, sita unos  mil metros de ésta junto al curso de la acequia del Barullo, y que, de visita en la casa de la Alhóndiga,  había sido  impuesta en ese momento de las barrabasadas de su hijo, que le provocó con ello  un enorme disgusto, y más, dado el respetuoso cariño que todos tenían   al bueno del maestro Antequerilla.   

  

          EL MAESTRO PROCLAMA LA REPÚBLICA EN GIBRALGALIA

         Como hombre de trato diario con  labradores de pequeñas haciendas  y  jornaleros, cuyas penurias conocía y compartía,   Antequerilla era entonces hombre  de izquierda. De una izquierda humanista, dialogante, tolerante y de ajustada dialéctica, cual cuadraba a su formación y oficio. Precisamente por ello,   ostentaba  en el pueblo la presidencia del Centro Instructivo Obrero.

                   Al  ser  Sierra de Gibralgalia  (a 10 kilómetros del casco urbano del pueblo),   una pedanía   que, como quedó dicho,  tan bien conocía  el maestro por el ejercicio de la enseñanza, a él encomendaron las fuerzas vivas del bando republicano   proclamar en ella la República, lo que llevó  a cabo   con su habitual naturalidad y mesura. Efectuó la proclama desde el ventanuco de una  morisca vivienda, por el que sacó la cabeza a la calle para echarle a la vecindad reunida en la pequeña plazoleta la   siguiente plática:

        “Queridos amigos y correligionarios:                  

                         La República ha venido  porque…  ¡tenía que venir! Como es natural, habrá que seguir pagando  los usos y consumos. Yo mismo vendré a cobrarlos.        ¡Queda proclamada la República, desde este momento, en la Sierra de Gibralgalia!.  

                  Amigos, ¡¡Viva España!! ¡¡Viva la República!!”.                                                                                                                                                         

             ¡ MALHAYA LA GUERRA CAINITA!

       Como hemos visto, fue un hombre dueño de esos  valores profesionales  “propiedad sustantiva del pueblo trabajador”. A través de su ministerio, intentaba humildemente inculcar a los niños-hombres que él alfabetizaba, la dignidad, la solidaridad y la virtud a través de su propio sentido de la justicia. Pero la mala suerte fue un  constante contrapunto a su generosa textura humana.

            Al terminar la contienda civil, se le extrañó de su pueblo y, al parecer, murió (no está comprobado el sitio de su muerte, pero sí enterrado en Cártama), paupérrimo y olvidado en su  exilio  allá en  Los Pechos de Cártama  enfrente del pueblo.  Tenía prohibición expresa de practicar la labor docente a la que había dedicado  su vida, y de aproximarse  a la villa  menos de tres kilómetros.

            Algunas noches, al amparo de la oscuridad, la infinita nostalgia le acuciaba a contravenir tan injusta imposición y, cruzando furtivamente el río Guadalhorce por el vado de Las Tres Leguas, llegaba por la realenga de trashumancia    hasta la ya aquí invocada, moruna acequia del Barullo, a la altura del Cortijo de Palomo, donde según la ancestral leyenda que en otro lugar de este libro recogemos, murió Poncios Pilato.   Desde aquí,  escondido en alguna sierpe, se emocionaba escuchando el eco, amortiguado por la distancia y la silenciosa serenidad de la noche, de las inocentes canciones  que los niños y jóvenes  cantaban durante sus juegos a la rueda,  al “pilla, pilla” o “al alto”, etc.

           Ya avanzada la noche, tornaba a su  casilla  de esquilmeros  con techo de juncos y palmas, sita, como quedó dicho, en los Montes de enfrente del lugar, en los  que también cinco siglos antes se asentaron los exiliados moriscos  víctimas de otra guerra, aquella  entre moros y cristianos. Allí, dicen que vivió un tiempo a solas con sus recuerdos y nostalgias y el alma  cargada de motivos poéticos   exenta de hiel y odio.

          Por el horizonte sur, su vista contemplaba el  titánico esqueleto del Castillo, fortaleza medieval, que corona el milenario cerro de la Ermita de la Virgen de Los Remedios, a la que le tenía una nunca ocultada y lúcida devoción, que siempre inculcó a sus alumnos. Y, en derredor, la quietud silenciosa de los cerros de campiña, por cuyas laderas  rodaban  rumores de esquilas,  y, en lontananza, el lejano toque de ánimas de las   campanas que caía lento sobre el pueblo al que tanto amó. En definitiva, la confidente serenidad de una tierra, que el  desarrollo inarmónico  actual  ha despersonalizado.

                El amargo sabor de las injusticias e ingratitudes humanas,   consumió  definitivamente su arduo y probo existir, y, un día, que nadie recuerda ya, la melancolía se lo llevó de este mundo envuelto en un sudario de ideales  marchitos.