Dedico este relato a mis entrañables amigos (unos doce) que cada lunes primero de mes nos reunimos para hablar de lo humano y, lo divino si se tercia, saboreando un almuerzo con los famosos guisos del Restaurante, "Venta Platero", en donde se respira quietud y paz de paisaje ancestral.
Estos niños jamás olvidarán lo que les tocó vivir a su corta edad, incluso los más chiquitines.
Describo en este relato episodios
concretos que vi y viví durante la
guerra civil de 1.936, en la que tanto sufrió también la población civil de uno y otro bando en
liza. Otros, que también recuerdo con
claridad meridiana, trato de embozarlos bajo el manto del olvido. Y ahora, a lo
que voy: La gente del campo resultamos lacerados somática y síquicamente de manera involuntaria pero brutal y a veces
pérfida (así son las guerras ideológicas civiles), tanto los de un bando como
los del otro y, de manera especial, los niños, los “niños de la guerra”. Fui uno de ellos, como explico más ampliamente en mi nuevo libro, "Memorias de un niño bde la guerra", en cuyo texto también incluyo este relato:
Mi madre paría aquel mes de
octubre de 1.936 su tercer hijo en el
Hospital Civil de Málaga asustada por las múltiples, cercanas y estruendosas
explosiones de las bombas que los aviones nacionales dejaban caer
sobre la Málaga roja. Su cama
trepidaba en cada estallido. Mi madre, lo supimos después, lloraba para adentro porque estaba prohibido expresar la pena en aquellos tiempos de desintegrismo, odios
y metralla. Cuando con su nuevo hijo, volvió a casa de sus padres en el Cortijo El Convento, contó una y otra vez su penosa odisea de parturienta bajo un bombardeo de guerra.
Al bondadoso, sabio y famoso doctor,
Don José Gálvez Ginachero, que asistía a mi madre, le extrañó el silencioso llanto
de ella que, sin nublarle la alegría de ver sobre sus
pechos al nuevo hijo, dejaba traslucir una profunda congoja. Cuando,
con la dulzura que le caracterizaba, el
citado médico le preguntó a su paciente si le preocupaba o temía algo además de
las bombas, ella se desahogó ante aquel sabio y santo doctor con palabras de este tenor:
“Don José, temo mucho por el
destino de este hijo y de otros dos que están con mis padres y hermanos en un
cortijo llamado, “El Convento”, cercano
a Alhaurín de la Torre; me encuentro ahora con tres hijos, no tengo nada porque no sé si aparte de madre soy viuda; no sé si mi marido vive o ha muerto en el otro lado del
frente a donde dicen que se pasó al
escapar en este lado de la muerte: Cuando
el 20 de agosto pasado le daban el “paseo” once milicianos en dos coches, para al final matarlo una cuñada mía con mis
otros dos hijos bajo el brazo, de rodillas rezábamos ante un cuadro de la Virgen de Los Remedios, pidiéndole
desde la tierra al cielo, que a mi
marido no lo mataran; Ella nos escuchó y dio arrestos a ni esposo en
esos instantes (¡ fíjese usted qué milagro!) para saltar del coche y escapar
campo a través mientras le perseguían
con saña once bocas de fuego; así casi una legua hasta que, según se supo,
se internó en la abrupta
y extensa sierra cercana a los hechos; y ya no he vuelto a saber más de él y, ¿cómo
vivo yo y voy a criar sola a mis hijos?.
Hasta mi suegro, padre de 12 hijos que vivía de echar medianerías en tierras de
señoritos para darle trabajo a su prole,
y que vivía con nosotros en Cártama, me lo acaban de matar, torturado a palos
en Sierra Gorda cerca de Coín, según me he enterado por una visita.
Soy
muy desgraciada… ¿ahora quien me va
ayudar a criar a mis hijos, caso de que a mí no me maten también; que va ser de ellos…?
Sí, doctor, tengo mucha pena y mucho miedo.
Le embargaba en esos dramáticos
momentos un sentimiento trágico y
asfixiante zozobra por su futuro de vida;
como también, a miles de
seres inocentes más, de uno y otro bando de aquella innecesaria y loca guerra que, como todas, nunca arreglan nada, sino que sólo producen
muerte, hambre, miseria y dolor punzante de ausencias eternas, que lleva
aparejado infinitas rastras de odios,
como vemos hasta en las miradas.
El doctor
Gálvez le puso entre las manos un rosario para que no lo rezara con los dedos (¡en
aquellos momentos de persecución religiosa
tener un rosario y rezarlo demandaba valor, o desesperación ciertamente…!)
y, también disimuladamente, jugándose la vida, don
José Galvez le regaló una estampa de la
Virgen de los Remedios de Cártama de la que era devoto. ¡¡¡Dios, que casualidad!!!
Mientras tanto, en el cortijo, El
Convento, sus otros dos hijos nos habíamos
refugiado aquella mañana de bombardeos con nuestros abuelos y tíos en la cercana alcantarilla bajo la vía férrea que daba
salida a las aguas sobrantes de las albercas de riego de la huerta del
abuelo; desde allí oíamos el rugir de los motores de los “aparatos” en
sus cabriolas en el cielo y veíamos como, entre ellos, aparecían
vellones de humo de los cañonazos que les tiraban las piezas artilleras republicanas desde tierra.
Algunos de estos aviones, tras soltar
una tanda de bombas maniobraban sobre el
mar y, otros, venían a hacerlo tierra adentro hasta donde nos escondíamos la
familia en aquellos momentos de peligro. Preocupación y zozobra por doquier,
especialmente por mi madre parturienta en el hospital en cuyas cercanías
explotaban las bombas. Nunca olvidé, ni olvido, una anécdota de la que una tía mía, Pepita, y yo, fuimos protagonistas en esos momentos:
Dejado llevar de mi curiosidad infantil, quise ver
volar tan bajito a uno de aquellos “aparatos” de doble alas que daban la vuelta,
hacia el objetivo a castigar, sobre nuestras cabezas y, sin pensarlo, me salí del escondrijo a
verlo; incluso le llamé la atención moviendo mis brazos ya que veía claramente la cabeza del piloto quien, a
su vez, vio como mí tía, asustada,
tiraba de mi hacia la alcantarilla; nos percatarnos de que el piloto
sacando una mano enguatada, nos lanzó algo y cuando pasó todo, fuimos a ver que era;
resultó ser unas onzas de chocolate que probablemente él llevaba para su
consumo como “rancho” en frío incluso dentro del aeroplano.
Retrocediendo en el recuerdo, mi madre, al
escapar mi padre durante el “paseo”, fue advertida por gente del Comité “frente populista” local de que, si mi padre
no se entregaba, ella “respondía” por él, “advertencia” que le hicieron en mi
presencia y en la de tía Cayetana, hermana soltera de mi padre que vivía con
nosotros para cuidar a mi abuelo, Frasquito Talento, ya muy enfermo a sus 67
años.
Sabido esto por mi abuelo materno, Antonio “Canito”,
habló con el comité de Alhaurín de la Torre en donde mi madre estaba
empadronada porque, allí nació y vivió hasta su casamiento. Los del Comité de
Alhaurín de la Torre invocaron esta circunstancia a los de Cártama para
conseguir que dejaran que mi abuelo se
llevara a su hija, mi madre y, así fue, pero, en su lugar, me retuvieron a mí y
a mi hermana (cinco y tres años respectivamente), como garantía y señuelo para que mi padre
se entregara.
A las dos noches de ausentada mi
madre, de madrugada (cinco de la mañana) nos despierta a mi hermana y a mí, mi
tía Cayetana y dos amigas ---Rosalía y Remedios, hijas de “Coquina” que trabajaba con mi abuelo paterno
en sus medianerías---, de sabida afinidad socialista ambas y buenas mujeres como compota
de membrillo, quienes se llevaban el
dedo a los labios con aparatoso gesto para que mi hermana y yo guardásemos
silencio. La tapia que desde nuestro corral trasero daba al de Juan La Tota (amigo de mi
familia porque era manigero en la Alhóndiga
donde trabajó junto con mi padre), tenía apenas metro y medio de alto por el
lado de nuestra casa pero, por el de Juan, debería tener un mínimo
de cinco debido al desnivel en ladera del casco urbano de Cártama;
entonces Rosalía y Remedios nos metieron en sendas espuertas esterqueras de
esparto y, con sogas lazos fuimos descolgados mi hermana y yo al corral de ,
Juan de la Tota, en donde nos aguardaba el padre de Rosalía y Remedios (vecino de
Juan), con su burra preparada con cerón,
como todas las mañanas cuando salía para el tajo en la labor de mi abuelo Talento con quien llevaba una
vida trabajando.
Un en cujón del cerón metió a mi hermana y, en
el otro, a mí tras habernos hecho tomar sendas tazas de tila, y, a cada
momento, Pepe Coquina, que montaba la burra nos advertía guardáramos silencios aunque fuéramos
incómodos y, los esparto del cerón nos molestara: “Aguantad un poco, ya mismo vais a ver a vuestra madre y a un hermanito
nuevo”
Escondido bajo un algarrobo con un
caballo, cerca del cortijo Barceló a la salida de Royo Hondo desde la sierra, nos esperaba mi tío Eduardo,
hermano de mi padre, que de inmediato nos sube con él en el caballo y, Arroyo
Hondo arriba, nos caminamos a través del sistema serrano para el Cortijo el
Convento en donde nos esperaba mi madre ya con su nuevo hijo. Allí
llegamos apuntando el sol tras más de dos horas de camino a escondidas.
Figúrense la escena del recibimiento por parte de mi madre, abuelos y tías; a
este le dio un ataque de angustia, porque el pobre abuelo recibió en casa a dos
huérfanos ya. Yo, al vivir nuevamente en el campo, encontré la paz. Eso, ya
digo, fue en octubre de 1.936 hasta que
un amanecer de febrero de 1.937, una de las ocho titas con las que mi hermana y
yo dormíamos en la cámara con suelo de tablas, me digo: “Ve al cuarto de tu madre (una habitación con tabique cortada a la
misma cámara y puerta de cotinas rameadas) y
llévale el chupete del niño…”
¡¡Oh
sorpresa, acostado con mi madre, estaba mi padre que al ser tomada Cártama por
los nacionales salió de su escondrijo!! Allí descansando en paz y pensando en
el futuro estuvo varios días sin que yo, nuevamente, me despegara ya de su lado,
en donde estuve, hasta su muerte natural en 1.976; pero esta es otra historia.
Con mi madre y tía Pepita cuando yo tenía poco más de dos años.
Ya en la posguerra, hambre, piojos (el piojo verde o churripampa), estraperlo, miseria y, ni siquiera gasolina para el autobús había; el de Cártama a Málaga, el Blitz, tenía que usar gasógeno de leña, como testimonia la foto en la que aparezco con 12 años que me disponía a ir en él a Málaga para hacerle encargos a mi padre entonces enfermo..
***
Ya en el comedio de la década de los cuarenta,
acompañé a mi madre a recibir durante una pequeña temporada las aguas medicinales
de Carratraca; allí nos encontramos que en el mismo humilde hotelito, se
hospedaba también, solo, el bueno de don
José Gálvez Ginachero. Mi madre lo abrazó y le enseñó la estampa que él le
regalara y que siempre llevaba en un cubre relicario en su pecho. Emotiva
escena. Desde aquel día a la hora del almuerzo y de la cena el venerable sabio nos honraba compartiendo mesa con nosotros.
Sistemáticamente, tras el almuerzo me cogía
del brazo y me hacía acompañarle a departir con el cabrero que tenía puesto el
redil de sus cabras bajo un enorme y tupido castaño, en donde el ganado
sesteaba en aquella caliginosa hora. ¡Cómo
le gustaba a don José (hombre de ciencia médica) las explicaciones que sobre
hierbas medicinales (zahareña, hierba
del sillero, poleos, manzanilla, hinojos,la rúa, etc), le daba el cabrero.
Un día, en el salón del hotelito alguien le dijo: “Don José se pierde usted todos los días para
irse con el niño y el cabrero las interesantes tertulias que en las sobremesa organizamos…”
Don José, no lo olvido, le contestó dulcemente: “No, mi buen amigo, no esté en ello: No me pierdo nada porque de lo que
aquí se habla, más o menos lo sé yo; lo que ignoraba, y es muy interesante como
todas las cosas del campo, es lo que aprendo del cabrero…”