Pedro Morales Muñoz, no paró hasta conseguir ser recibido por el entonces Príncipe de España, Don Juan Carlos de Borbón, a lo que le ayudó el Diputado en Cortes de Álora, Don José Fernandez López de Uralde (también alcalde de Alora) quie se ve en la foto con el alcalde de Cártama, ante don Juan Carlos. Éste, cuando vio un acta notarial de especiales y singulares connotaciones, que este cronista encargó hacer al Notario del partido Judicial, tomó en sus manos el asunto y, antes que después, el pueblo de José González Marín, embajador brillante de la poesía española e iberoamericana por tres continentes (en posesión de la Gran Cruz de Isabel la Católica cedida por la II República), país a país, ciudad a ciudad y, pueblo a pueblo, se libró de las endemias de tifus, y las mujeres no tuvieron nunca más que llevar el agua a las casas desde los escasos pilares del pueblo cargadas con cántaros arroberos de barro al cuadril, al tiempo que en la otra mano, llevaban un cubo lleno de agua. ESTE CURIOSO HECHO INTRAHISTÓRICO MERECE, AL MENOS, UN PAR DE RELATOS MÁS.
PERO HOY LO DEJAMOS PARA DEDICAR EL ESPACIO AL RELATO SIGUIENTE:
El año 1.951, contando yo 20 años, tuve la enorme suerte de acompañar durante diez díaz desde la
salida del sol hasta el medio día, por los campos, realengas y caminos de
herraduras del municipio cartamatino al insigne novelista, poeta y miembro de
la Real Academia de la Lengua Española, don
Salvador González Anaya, que también fue alcalde de Málaga en dos ocasiones, lo cual no era óbice para que
fuera un ser humano entrañable y
sencillo en su trato; como todos los grandes hombres.
Él montaba una pastueña burra y yo un
mulo resabiado que le pegaba una coz en los mechinales (ya me entienden) a un
mosquito que pasara por su trasera; ambas
bestias cedidas por mi padre de su labor
al efecto. Confieso que fueron diez días pródigos en vivencias y anécdotas
inolvidables; era un espectáculo ver y oir a don Salvador platicar con los braceros en los
tajos y con que nerviosa curiosidad echaba mano de su libreta azul de hule para ir apuntando las cosas inusitadas
para él que de sus vidas, usos y costumbres le contaban aquellos campesinos, a
veces acompañadas de las bromas más peregrinas al dar don Salvador, complacido,
pie a ello con su espontánea familiaridad. En algunos artículos anteriores en
los periódicos Dazcúan y el Aguijón he escrito
de estas bromas cuya iteración dejo para
otro momento.
Don Salvador González Anaya, digo, era oriundo de Cártama (cartameño se consideraba él aunque con
cierto dolor, después diré por qué y ¡con cuanta razón!) porque cartameña era
su madre nacida en el cortijo de Anaya frente al de Las Tres Leguas.
Don
Salvador -- amén de novelista
costumbrista, fue poeta de sólido estro (“Medallones”) -- vino a Cártama a recabar motivos dignos de
novelar para escribir, tardíamente, una
novela que sobre su pueblo de nacencia le
prometió a su madre antes de ella morir.
Cuando esta novela vio la luz, lo
hizo con el título de, “El llavero de Anica la Pimienta”,
por cierto, no la más lograda del insigne escritor quien, en su pueblo, es hoy ignorado como tantas
otras personalidades y cosas nobles de
nuestra historia. Sí, este pueblo al que tanto amamos, es también el lugar en donde
se rinde culto a lo vulgar y salitroso y se minimiza, nadea y a veces vitupera, lo noble.
Al hilo de lo dicho, y entre
muchos otros ejemplos lamentables, tenemos el caso de nuestro personaje ilustre y preclaro que tanto y tanto hizo por Cártama
en vida (y muerto, como el Cid), pues invocando
su memoria en las altas esferas, el alcalde Pedro Morales (su yerno) consiguió
para toda la vida hacer la traída y dotar al pueblo de agua corriente en las
casas, enorme depósitos para reserva el alcantarillado y una Depurador, Ni que decir tiene:Se le conoce
como el mejor alcalde que ha tenido
Cártama; el alcalde del “grifo”, como le gustaba que le dijeran. Dicho queda en
justicia.
Semejante trabajo hizo en Estación de Cártama. Libró al dotarla de agua del padecimiento todos los años de epidemia de tifus exantemático que mataba a no pocas personas. Por recordar que no quede.