El Guadalhorce no es sólo una corriente de agua que cruza la Hoya de
Málaga hasta desembocar en su bahía. Es un cauce por el que advinieron, a lo
largo de siglos, multitud de culturas que configuraron la inveterada historia
de muchos pueblos en los márgenes de su ribera. De sus aguas se levanta el
remoto eco del chapoteo de los remos de las planas barcazas púnicas que, navegando a
contracorriente su sinuoso curso, al revolver de un meandro se dieron de cara
con un pueblo escondido en las agrestes faldas de dilatadas sierras, plenas
entonces de flora y fauna salvaje, al que llamaron Cartha, que quiere decir
Ciudad Escondida.
Pero no sólo
fue Cártama ni los otros pueblos que en la ribera guadalhorzana hincan sus raíces en la inconmensurable profundidad de los tiempos cuales los Alhaurines, Coín, Álora y otros, que más adelante cito como ya desaparecidos
pero que, antes, dieron pátina y entidad a nuestra tierra. Modernamente han
aflorado otros que, igualmente, avaloran nuestra histórica comarca, como es el caso, entre varios
de la misma etiología histórica, de VILLAFRANCO DEL GUADALHORCE.
Como el Nilo a Egipto, el Guadalhorce ha dado carácter a los pueblos de
su dilatada ribera, desde que nace hasta que rinde su curso en las aguas
saladas del Mare Nostrum. Plagaban la ribera del entonces caudaloso río un
puñado de pueblos -en época romana, según Avieno, los llamados Pueblos
Confederados, incluida Malaca- que hincaron sus raíces en la oscura noche de
los tiempos. Algunos de ellos -Palmete, Fadala, Benamaquí, Cupiana- ya
desaparecieron, pero su argamasa antropológica y el devenir histórico de cada
uno de ellos, y de los que aún subsisten, estuvo y está determinada por esa
arteria vital que fue, y es, el río Guadalhorce y sus preciosos afluentes en
parajes edénicos.
Ya
diré con más sosiego las razones personales por las que al pueblo de Villafranco lo tengo
en una emoción especial.