CUENTOS Y RELATOS DE LA RIBERA

“EL PORQUERILLO”


(Del libro, “Cuentos y relatos de la ribera)

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A mi dulce amiga de siete años, Mayrata, para que sepa como vivían muchos niños de su edad en otras épocas.

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“Raspasayo” --- ¿quién no tiene su mote, a veces chocante e hiriente, en cualquiera de nuestros pueblos? ---, además de barbero en Cártama, ponía “indersiones”, sacaba dientes y muelas si se terciaba y, ejercía de “capaó” de cerdos, operación necesaria al meterlos en engorde para su posterior sacrificio.

Aquél domingo, antes de apuntar el sol, “Raspasayo” se dirigía a lomos de su burra aparejada con enjalma, mandiles y corona de días festivos, por el camino de las Angosturas hacia el cortijo, “El Gato”, en la “dehesa de arriba” desde el que le habían “mandado recao” para que fuera a capar una punta de cochinas que iban a entrar en cebo.

También espatarrado, delante de su regazo, el “capaó” llevaba a su hijo, un zagalillo de cómo seis años, al que sostenía con la mano que le dejaba libre el manejo del cabestro con el que encarrilaba la cabalgadura.
En un rastrojo de maíz cercano a la trocha que “Raspasayo” seguía, un porquerillo de pintoresca pinta y pobres trazas, de no mucha más edad que su hijo, guardaba un hato de cochinos.

El campo ofrecía aquella mañana un panorama de penosa tristeza invernal. Por la humedad ambiental, aún se pegaba a la tierra el humo de las candelas encendidas por los jornaleros con taramas y ramón en el tajo para paliar el frío mientras capataces y manigeros daban la orden de meter mano al trabajo del día. Pastueñas yuntas araban ya en las besanas de las pardas hazas, y, para darle vida de ofrecer frutos al tempero de la tierra madre, los labriegos con sus chapolinas se entregarían pronto a las distintas labranzas.

El gélido terral, soplaba cortante desde las nevadas sierras de “Bonela”, ateriendo el cuerpecillo del zagal-pastor que tiritaba como un patalete descolgado del tibio y plumoso nido.

El instinto del porquerillo, aguzado por la perra vida, le indujo a resguardarse de la ventisca poniendo en pie un par de pañetas de cañas de maíz ---amontonadas tras el “derribo” de las mazorcas para poder levantar el rastrojo con la arada---, contra las que se arrecachaba de espalda a poniente, eludiendo así la terralera.

Intentaba proteger sus pies desnudos en lo que de ellos no cubría los capellás de pleitas de sus alpargates de esparto con suelas de trozos de ruedas viejas de camión, sentándose sobre ellos en la cruda tierra a manera de diminuto buda.

Para tener a rayas a los cochinos y apercibirlos en su instinto animal de que él no los perdía de vista y estaba siempre pronto a cruzarles el zurriago si se desmandaban, de vez en cuando se erguía para reprenderlos con el onomatopéyico sonsonete, propio en el menester de los porqueros de la ribera del Guadalhorce:
“guigggní...” , crujiendo al mismo tiempo la honda, con lo que conseguía que la piara permaneciera agrupada, y tras ello, castañeándole los dientes por el relente, volvía al resguardo de los haces de ricias, liado, cual se hacían los espantapájaros, en una vieja chaqueta de varias veces su talla, ya muy usada, con la que alguna “alma buena” habría dulcificado su conciencia regalándosela. En las bocamangas de la prenda embozaba sus infantiles manos prematuramente encallecidas por un trajinar, que ya era en si duro para mayores que él.

A media mañana, “Raspasayo” con su hijo retornaba al pueblo a lomos de su rucia por el mismo camino que antes anduvieron en sentido contrario cuando, de pronto, advirtió que el amo de la piara de cerdos, que había aparecido por el careo para echarle un vistazo, increpaba con desproporcionada acritud, incluso para lo acostumbrado entonces, al niño porquerillo. El caso era que, en un descuido de éste, uno de los marranos, al ventear las batatas de un pegujal próximo, se había salido del hato y hozado algunos lomos de uno de los canteros, casi ahitándose de boniatos, por supuesto más sabrosa pastura que los granos sueltos y los hormigueros de alúas que rebuscaba en el rastrojo :

--- ¡Eres un irresponsable y un inútil...!. ¡Anda, coge el camino y que yo no te vea más por aquí!. Mañana buscaré otro porquero menos vago que tú...--- le zahería el amo de los cerdos.

Sobraban motivos para que un niño llorara. Pero el porquerillo sabía bien que, si era capaz de hacer faenas de hombre, como un hombre tenía que ser capaz de tragarse la congoja y culpabilidad que sentía en ese momento. Le habían imbuido que cuando un animal se escapa y causa daños en sembrado ajeno, el dueño perjudicado podía acudir, incluso, al guarda jurado, que llevaba correa ancha de cuero en bandolera del hombro a la cadera, con placa en medio grabada y, tercerola colgada. En todo caso, había que pagarle al perjudicado por el cochino escapado de piara los daños que éste le hubiera causado en su haza. Estos eran los usos y costumbres ancestrales con categoría ya de ley positiva.

A “Raspasayo”, la dura escena le trocó sus pensamientos en sentimientos y, apretando, en un acto reflejo, a su hijo en su regazo, abogó así por el niño porquero:

----Ya está bien, amigo... ¿No ve usted que es un niño, y está helado de frío? Eso pasa todos los días y a cualquiera, incluso a mayores que él y, al fin y al cabo el daño no ha sido del otro mundo. Sólo se le ha escapado un cochino...

La respuesta del amo de la piara no dejaba lugar a más alegaciones:

--- Con su edad, la vida también me obligaba a mí a guardar guarros y demás ganado en los manchones. Hasta, si encartaba, dormía con ellos en los pastos, bajo las estrellas, en las noches de alta primavera y verano, aguantando algunas veces bruscas de lluvias y escarchas sin otro cobijo que un cacho de toldo viejo y una arpillera rellena de sayos como colchón. Y tenía que ser más responsable que este porquero, si quería servir amo para ganarme la manutención.

El camino que llevaba al pueblo estaba embarrado de bujeo por las recientes lluvias. El zagalillo, tenía los alpargates y el alma hundidos en el lodo gredoso, y era imagen estremecida de la virtud original derrotada. El capellá de esparto de su calzado, al humedecerse, le apretaba los pies, por lo que el chiquillo andaba con dificultoso renqueo.

“Raspasayo”, asiendo a su hijo en tierna empatía de dolor moral, arrimó la jumenta al balate de la trocha y, desentendido ya del cortijero amo de la manada de gorrinos, indicó con un ademán al chavea que se montara a la grupa.

--- Agárrate a mi cintura, hijo, no te vayas a caer, que esta burra hace extraños.

Atenazado a su protector, en silencio, con el dolor comprimido en su rostro prematuramente curtido por los ingratos avatares, el porquerillo lloraba en aquella cenizosa mañana silenciosas y amargas lágrimas tal las lloran los hombres de cuajo ante la injusticia.

--- Dime, ¿que edad tienes?

--- Mi madre me dice que estoy metío en los nueve años....

--- ¿Y por qué no estas en la escuela...?

----Cuando al ponerse el sol encierro el atajo, voy “a la escuela de noche” que Ignacio tiene para los hijos de los jornaleros. Sabe usté, ya me sé de memoria las cuatro regla… Pero no tengo ma remedio que servir amo porque somo ocho hermano y mi padre no nos pué mantené a tos...

---- ¿Cuánto ganas?

----Me dan desayuno, almuerzo y la taleguilla con la merienda de la que guardo algo para ante de acostarme.

Cubrieron el trayecto ---tres estadios de la vida humana a lomos de “platera”---, charlando de las cosas de la vida cotidiana hasta que llegaron al pueblo. Las campanas de la parroquia tocaban a vísperas; era la hora en la que, tras el almuerzo, los otros niños, alborozados, volvían a las escuelas.

El porquerillo tendría que empezar a buscar nuevo trabajo de mantenido en alguno de los cientos de cortijos que moteaban la hoya guadalhorceña.

En su cielo infinito, el Sumo Creador a la vista de la escena se cuestionaba la que creía su creatura más perfecta, el hombre.