“¡NARDO AZUL, CLAVEL PURO...!”
Hasta muy entrado el siglo XX, todo el
tránsito de carros, carretas, recuas y gente de arriería --después camionetas y
camiones--, que transportaban frutas y productos del agro de los municipios circundantes (Guaro, Monda, Alhaurín el Grande
y Coín) hacia los mercados de Málaga ó, a la Estación de Ferrocarril de Cártama para su
remitencia a los del interior, pasaban
necesariamente por la calle de la Carrera (desde 1.935, de
González Marín) de aquesta villa.
Debido a
ello, y a ser Cártama lugar que aún
conservaba reminiscencias de su
enjundioso devenir pretérito, amén de punto intermedio del antes referido
trayecto, existían en dicha calle de la Carrera varios albergues
hosteleros en consonancia con la época: una fonda
y dos posadas, que yo recuerde
directamente o por los ecos de la tradición oral.
Según las anotaciones del viajero inglés,
Richard Ford, en su libro, “Las cosas de
España”, la diferencia entre unas y otras estribaba en que, en las fondas,
sólo se solía dar hospedaje a las personas, bien en tránsito o estables que
arribaban a Cártama en las diligencias., tartanas y posteriormente en el autobús de línea ó, a partir del segundo
tercio del siglo XIX, en el tren; las posadas, empero, contaban además con tinados y cuadras ad hoc para transeúntes a la jineta o en carruajes tirados
por bestias. También solían tener éstas un gran patio bordeado de bardas de adobe en el que se resguardaba de
cacos, ladrones y salteadores (en todos
tiempos cocieron habas) las cargas de carros y carretas de travesía.
Y, amén de las posadas, eran famosas y sumamente
pintorescas y románticas, las ventas.
Fueron célebres la llamada, Venta de Cártama, cabe la hoy conocida finca, o cortijo, Ratón, entre Cártama Estación y Pizarra, a pocos metros de
la cinta del Guadalhorce, camino de rodaderas y herraduras, después carretera,
por medio.
Más cercana en el tiempo, tenemos Venta Romero, en el mismísimo comedio del camino que une Cártama (pueblo) a Estación. Al no existir
entonces puentes sobre el lecho del río, en ambas existían sendas barcas sobre la que cruzaban el cauce
fluvial cuando el río iba crecido y era imposible vadearlo, personas, bestias y
carros. Esta barca del vado de Venta Romero, era explotada por Frasquito
Talento (abuelo paterno de quien esto escribe y por quien se llama Francisco),
pegujalero en medianerías y barquero del río que lo fue de leyenda como resultas de
su azarosa vida, que tuvo 13 hijos e hijas y a todos, él mismo, enseñó a rezar,
leer, escribir y las cuatro reglas. Por las noche, a la luz de un carburo les
leía novelas por entrega tras lo que rezaban y a la cama, para, a las claritas
del día, darse cada uno a su correspondiente faena en el campo.
En las ventas se “ponía de comer” un limitado menú de contundentes guisos de garbanzos, habichuelas, lentejas y las
consabidas sopas de tomates o, de
“cardoponcima”, cuando no lo era a base de las socorridas papas de la tierra; alguna
que otra vez, carnes, por lo general de caza
tan abundante entonces por las campiñas y serrijones circundantes, igual de pelo que de pluma. Tales
condumios se servían en una amplia mesa
de amplios y bastos tablones sobre trípodes
de la misma materia. Durante el yantar, siempre haraganeaban, rabos
enhiestos arqueados hacia el lomo, los
gatos de la casa, atentos al trinque de
los huesos y sobraduras de las pitanzas que los comensales solían ir tirando al
suelo. Por los rincones, tendidos en el empedrado de la solería, dormitaban los
mastines nocturnos guardianes de la venta
y, de la pared colgaban trabucos que pasado el tiempo fueron escopetas
zarasquetas de uno o dos cañones. Cuando
al transeúnte no le sobraban los haberes contantes solía comer del contenido de
sus alforjas, bien al abrigo de la enorme lar chimenea, si era invierno, ó, a la sombra de la tupida parra, si verano. Pero, sobre todo, y
ello era la mayor diferencia de las ventas
y ventorrillos con las fondas
y posadas, mientras éstas solían
estar dentro o junto a los cascos urbanos, aquellas (os) lo estaban junto a
los largos caminos que comunicaban unos pueblos con otros.
Me
permito extenderme en tan minuciosos detalles
para que usted, caro lector, si no alcanzó a conocer siquiera de oídas esta época, se haga una somera idea de cómo eran los usos y costumbres de aquel entonces, que hoy se
nos antojarían, si no inverosímil, sí pintorescos y románticos en comparación con el holgado bienestar a que nos hemos habituado. ¿Quién aceptaría
hoy caminar leguas y leguas sobre un rucio
aparejado, o dormir sobre un colchón relleno de rasposos sayos de mazorcas de
maíz o de crin de palmas tirado al suelo, cuando no sobre el mismo jato o serón
de esparto de una cabalgadura?
La primera posada en calle La
Carrera (hoy González Marín) viniendo de Coín, Alhaurín y pueblos próximos a ellos, era la
llamada, “Posada de Doña”, ubicada en el nº 70, esquina de la calle que
emboca en el Molino de las Peñuelas, entonces molino de pienso y a la vez taller de elaboración de zarzos y cañizos de cañaveras, tan abundantes en las
márgenes de ríos, acequias, almatriches y arroyos de este municipio. En las dependencias de esta posada,
siempre había una yunta de toros uncidas preparada para encuartar
rápidamente a los carros y otros medios de transportes de la época, que solían
atascarse en invierno en el llamado Hoyo
de Espartero (un trozo de la calle Carrera), porque, al ser terriza y llovía
como lo hacía antes, los carruajes se
atascaban en muchas ocasiones hasta los mismísimos boquinete o, simplemente no
podía subir la cuesta de este trozo lo que también requería encuarta.
Otra, en
época posterior, era la Posada de Cuartero, sita en la casa que hoy es
Cuartel de la Guardia Civil, e igual
que la anterior, tenía su cuadra y una capacidad de hospedaje adecuado a la
época.
La fonda, y al mismo tiempo taberna, se
llamada “Del Coíno”, sita en el nº 48
de Calle González Marín. Después, cuando éste murió, la regentó su viuda, la
señora Antonia (“La coina”), que así
fue llamada: “Fonda bar de la Coína”. Constaba en su
parte baja, amén del mostrador y mesas de madera con filos de espárragos de
madera para que no cayeran al suelo las fichas de dominó; de una enorme mesa de
billar de carambolas, que era la única del
pueblo En la izquierda, conforme se
entra, separada del resto del salón con un tabique de madera con ventanilla por la que se despachaban los billetes de la diligencia,
después tartana y, por último, autobús Cártama-Málaga y viceversa, que explotaba la empresa Mitjana con parada enfrente de la fonda. Al fondo del salón había una
puerta que daba a una amplia sala, reservada para tratos de fincas, compraventa
de frutos, ganados, etc. entre labradores
y marchantes. En los años cuarenta, esta sala fue alquilada por un
practicante que puso en ella su consulta, venido de Melilla en donde fue
teniente del ejército y, a cuyas órdenes, en 1.936 una compañía de regulares conquistó
para el bando nacional el célebre cañonero, Dato. ¡Cuantas veces le escuché
contar en tertulias celebradas en casa, peripecias castrenses del día del
alzamiento en Marruecos en la que fue protagonista obligado!
En el
piso superior, con techo de madera y vigas vistas, estaban los dormitorios, que
eran acotaciones con tabiques a media altura, de tal guisa que, cualquier
evento de un parroquiano era oído por el vecino.
En una
época ya más cercana, sobre los años cincuenta, al hacerse mayor Antonia la Coina, se quedaba sólo con la pernocta en el piso superior, y alquilaba
el bar. En una ocasión se lo alquiló a
los vecinos de Cártama, Pepe Moyano y Juan de las Cabrerizas, gente de buen
humor, siempre prontos a embromar al más pintado. A propósito de ello no me resisto a contar un
suceso que presencié cuando explotaban el bar los antes dichos:
Una
soleada mañana invernal, cuando ambos taberneros limpiaban los vasos para tenerlos listos a la
hora del vino, como siempre, con un brazo en el mostrador olismeando lo que
ellos hacían, estaba el motejado (a
saber por qué) “Pepito que me troncho” que, como siempre, no hacía otra cosa que
olismear y murmurar. “A este
tío no nos lo quitamos de encima ni con zotal”, argüían entre sí los taberneros
Pepe y Juan, cuando, de sopetón, les
llega el pregón del vendedor de artículos
de belleza: “Mocitas y mocitos, llevo
colonia añeja, aroma de oriente, nardo
azul, brillantina clavel puro...” Los taberneros cruzaron una furtiva mirada y fue Juan de las Cabrerizas el que
propuso: “Hombre..., Pepito, que se nos ha echado el tiempo encima
y no podemos salir nosotros..., por favor asómate a la puerta y pregúntale al
tío de los perfumes a como lleva esa brillantina pa el culo que pregona, a ver si
me alivia estas almorranas que me están
matando...”
“Pepito que me troncho” lo dudó un poco,
pero, Juan le apremió: “¡Venga hombre que
se va el tío!; ¿es que no eres capaz de hacer un favor a un amigo...?.
Desde el cuadro exterior de la puerta, “Pepito
que me troncho”, interpeló al vendedor ambulante de esta guisa: “¡¡¡Ehhh,
el de las colonias..!!! ¿A cómo lleva usted la brillantina pa el culo...?!”
Al vendedor, aunque llevaba 20 años en el oficio y había tratado con gente de
toda laya y tenía más tela cortada que
la tijera del sastre de los Cardiales, aquella pregunta a voz en grito le dejó
un tanto descolocado, y más cuando en la esquina próxima llamada del Pilita
había un montón de gente tomando el sol, que ya estaba expectante a ver en que
terminaba el singular suceso. De pronto,
le vino la inspiración al vendedor, quien ni corto ni perezoso, en un segundo
voceó la siguiente respuesta al majara (o lo que fuera) interpelante:
“¡¡ Hombre..., con perdón, eso depende de lo
maricón del culo que sea usted...!!”
La
congruente contestación del vendedor,
suscitó las unánimes y estentóreas carcajadas de las gentes que presenciaban la
escena, mientras “Pepito que me troncho”, se quejaba a los socios: “¡Cabrones ¿por qué me habéis hecho esta
putada?...” .
Este que
suscribe, presenció el singular suceso, mientras echaba una partida de billar
con el hijo mayor del entonces célebre cómico que actuaba en Cártama con su
compañía, y de cuyo hijo mayor, digo, yo era buen amigo. “Por
mis mulas que esto lo parodio yo en el escenario..., ¡ojú, ojú, ojú, si no lo
veo no lo creo...”
Mientras
tanto, de lontananza llegaba al bar el eco del pregón del “tío de los perfumes”: “Niñas
y jóvenes: nardo azul, colonia añeja, aceite inglés (bichito que toca muerto es),
flor de blasón, ¡¡¡brillantina ¡clavel
puro, clavel puro, claveeeel...!!!”