EL HOMBRE ABATIDO
Atardecer de agosto de 1.936 en un cortijo en la
ribera huertana a un tiro de honda del cauce del el río Guadalhorce, camino y
umbroso soto por medio.
Tendría yo unos cinco años. Jugaba
aquella tarde en los alrededores de la
cortijada. De improviso, reparé en el extraño hombre sentado en el balate del largo camino de
carretas que, de este a oeste, atraviesa las tierras de regadío de la finca y
pasa a no más de 20 metros del enorme caserío de ésta.
Su
figura abatida reavivó en mi
presentimientos que, desde unos meses antes, tenía pegados a mi
espíritu cual una de esas garrapatas adherida a la piel del enorme y leal
perro, “careto” con el que todas las tardes salía a jugar con la hermanilla, de
como unos dos años y medio, por el idílico paraje que circundaba el cortijo en
el que, en una de sus rústicas dependencias, mis padres tenían su hogar.
Mi mente infantil no pudo evitar
incardinar de inmediato a aquel lastimado
ser humano en el tenso miedo que de un tiempo acá, percibía en las
palabras y adustos semblantes de mis padres y en el de los gañanes, boyeros y
peones de la hacienda. Intuía, y temía, que algo grave alteraba la inmensa paz
y el bucólico devenir de aquella, para mí, entrañable comunidad cortijera. Me empezó
a invadir una cierta melancolía por algo bello de mi corta vida que presentía
se estaba acabando sin que pudiera precisar, ni siquiera intuir, sus
auténticas causas.
Lo que más me desasosegaba, era que ya
no venía a enseñarme el alfabeto, los números y a ponerme planas de palotes, el
amado maestro rural, “Bizco de Antequerilla”, como antes diariamente lo hacía.
¿Ya no me quería el maestro bueno que amén de enseñarme cosas preciosas,
nos traía, a mi hermanilla y a mí, caramelos, peladillas con almendra dulce
dentro y algún que otro juguete de vez en cuando? Me empezaba a invadir una
profunda tristeza de ausencia; sobre todo, tenía ya por cierto que algo
grave estaba pasando, que se empezaba a confirmar aquella tarde con la
aparición de aquel hombre de pobres trazas que, en su visible derrota física,
había terminado casi recostado en el talud que con el de la otra margen
encajonaban el camino.
Aquel hombre vestía prendas
sobreusadas, y ajadas, lo que añadía a su abatida compostura una apariencia
infinitamente penosa. Posiblemente, por alguna razón, se había puesto en camino
desde el tajo con las ropas de trabajo sin tener tiempo de cambiarse. Pese a
ello y a mi corta edad, no me infundía miedo su figura, y estaba seguro
de que no se trataba de uno de los “tíos mantequitas”, con cuyo
cruel menester, se asustaba entonces a los niños para que fueran obedientes
y, en sus juegos, no se alejaran mucho de sus casas.
Tenía el indigente prójimo encastrada
la barbilla en su pecho, y se cubría la cabeza con un sudado sombrero de
fieltro con cuyas anchas alas se ocultaba el rostro, quizás
por miedo a que le conociera algún caminante por aquella realenga en cuyo lindazo él estaba
varado por la evidente zozobra. En sus
manos, entre las rodillas, a duras penas sostenía un jarrillo de
hojalata, con el que, para saciar la sed
aquella tarde estival, había intentado escanciar agua del pozo de la otra
vera del camino (pozo, que fue otrora alivio de caminantes), pero la
bomba hacía ya años y años que estaba mohosa y rota y su cabida casi soterrada.
Ostensiblemente, a aquel ser humano le
faltaban las fuerzas físicas y evidenciaba un gran abatimiento emocional. Sí,
tenía miedo, el mismo miedo que veía en mi entorno vital. Abrió
desmesuradamente los ojos cuando oyó tiros en lontananza como, cada dos por
tres, se oían ya casi todos los días, simultáneos a
sobrecogedores lamentos. En las alturas del cielo, ahora no volaban las palomas
sino bandadas de negros grajos
descolgados de las sierras colindantes que
planeaban en círculo lanzando agudos y espeluznantes graznidos, al igual
que, en menor cantidad, hacían los buitres también estirados sus viscosos y
largos desplumados cuellos oteando el “Arroyo de los bichos muertos”,
llamado así porque en su hondo cauce y entaramados márgenes, los labradores y
ganaderos tiraban los animales de granja muertos por accidentes o epidemias,
especialmente porcinos y, allí, eran consumidos por las aves carniceras en un
santiamén. Ecología vital que entrañaba drama.
No supe qué me indujo, en vez de salir
corriendo asustado hacia mi casa, a acercarme sin miedo al hombre inerme y, de rodillas a la altura de su cabeza,
alzarle el sombrero. Su mirada, apagada e implorante, me estremeció.
Mecánicamente grité “¡maaama, ven corriendo, corre, corre, aquí hay
un hombre muriéndose...!
El precepto de amor y servicio al
prójimo era cotidianamente puesto en práctica por mis padres, como por una gran
mayoría de las gentes de aquellas generaciones: Cada día que salía el sol, la
afluencia de pobres necesitados de socorro era constante a la casa-cortijo;
desde la puerta imploraban a mi madre: “Ama, una limosna por Dios”, y
ella, bonita y dulce como las rositas de pitiminí que cultivaba en el exterior
bajo las jambas de los ventanales de la casa para que ofrecieran frescura
dentro, le contestaba, “aguarde hermano...”. Cuando salía desde
el interior, indefectiblemente portaba en su delantal, anudado a la cintura y
los picos cogidos con sus manos a guisa de talego, una generosa provisión
de las viandas más habituales del cortijo: pan moreno de trigo amasado a puño
en la artesa, tocino con vetas de magro sacados de la orza, pellas de higos
verdejos prensados rezumando ya azúcares, batatas cocidas en el perol que
colgaba de los lares del humero o, asadas en las ascuas, y, “tenga
hermano, siéntese en el poyo bajo la parra de la puerta y coma tranquilo...”; el desvalido respondía: “Que Dios
se lo pague, hermana”.
Cuando, a mis voces llegó corriendo
como una gacela asombrada a donde yo estaba junto al pobre hombre abatido,
ella, dándole dulces cachetes en su cara sin afeitar y con los ojos en el
infinito, pero respirando (habría sufrido un desmayo), me ordenó
categórica con voz de sobrecogida
caridad: “¡Corre hijo mío, corre y llama al boyero y a Frasco Porra que acaba de llegar a
la pesebrera con la carreta cargada de entresaco de maíz, y diles que vengan
corriendo a ayudarme a llevar a este hombre a la casa...ah, y dile al
“chiquichanga” que apareje una bestia por si hay que ir al pueblo por el
médico, este hombre está mu malito, mu malito...” Ni un
perdigón peonando en barbecho, habría corrido más que yo a cumplir
la petición de mi madre. Han pasado unos 80 años y aún tengo gravada en mi
mente la imagen que, cuando volvía corriendo delante de Paco el Tito y Frasco
Porra, ofrecían mi madre sentada junto al desdichado prójimo con su cabeza
sostenida por uno de sus brazos y abanicándolo con su propio sombrero con la
otra mano. El enorme y bonachón Frasco Porras cogió al hombre en sus brazos y lo
llevó a la gañanía, cabe la vivienda de mis padres, acostándolo en uno de
los catres que en ella había para los peones “manteníos”.
Aquel ser humano derrotado por el
miedo a la vida, no llegó a conocer a mi padre, como deseaba porque, en
esos momentos, aún andaba laborando por los tajos. En esas, desde el cortijo se
vio salir del pueblo a unos 700 metros una enfervorizada multitud dando gritos
revolucionarios y flameando grandes banderas de la FAI, CNT, PC, y otras según
se rumoreaba a ni alrededor. Al hombre, visiblemente recuperado ya tras
comer y descansar, se le descompuso el semblante y decidió marcharse de bulla.
El ama buena le preguntó: “Y ahora ¿a onde...? y, el buen hombre: “Ama,
he de seguir mi suerte, por eso he pensado volver a mi casa en Pajares, en el
paraje de Casapalma, porque si aquellos (señaló a los manifestantes) llegan
a ella a buscarme y no me encuentran, pueden molestar a mi familia: de
madrugada, estaré con mi mujer y mi hija...” El ama tendiéndole la
mano: “Pues que Dios le acompañe y a nosotros no nos olvide...”
Salí tras él por el portón del enorme patio del cortijo, me dio un beso y
le vi caminar hasta perderse en lontananza hacia Dios sabría qué destino.
Al volver yo a mi casa, ubicada dentro
del enorme patio de labranza, mi madre miraba absorta hacia las huertas.
Algunas lágrimas resbalaban por sus mejillas. También ella tenía un
presentimiento en relación al esposo cabal que laboraba, pese a estar ya
próximo el ocaso, en los tajos por un jornal de diez reales.
Esto sucedía, como he podido
constatar después, en agosto de
1.936; ya había tenido lugar el primer
“asesinato” en la retaguardia, después de la quema de todas las
imágenes y ocupación de la Iglesia para fines “cívicos”: lo cual creó en
Cártama un ambiente de profunda tensión y miedo, que no desapareció hasta
mediados de febrero de 1.937.
Unos
días después, Frasco Porras dijo a mis padres delante de quien esto
escribe: “El hombre que socorrimos hace unos días, lo han matado en su propia casa de Pajares.