sábado, 9 de octubre de 2021

 

  EL HOMBRE ABATIDO

 

Atardecer de agosto de 1.936 en un cortijo en la ribera huertana a un tiro de honda del cauce del el río Guadalhorce, camino y umbroso soto por medio.

          Tendría yo unos cinco años. Jugaba aquella tarde  en los alrededores de la cortijada. De improviso, reparé en  el extraño hombre  sentado en el balate del largo camino de carretas que, de este a oeste, atraviesa las tierras de regadío de la finca y pasa a no más de 20  metros del enorme caserío de ésta.

          Su  figura abatida reavivó en mi   presentimientos que, desde unos meses antes, tenía pegados a mi espíritu cual una de esas garrapatas adherida a la piel del enorme y leal perro, “careto” con el que todas las tardes salía a jugar con la hermanilla, de como unos dos años y medio, por el idílico paraje que circundaba el cortijo en el que, en una de sus rústicas dependencias, mis padres tenían su hogar.

          Mi mente infantil no pudo evitar incardinar de inmediato a aquel lastimado  ser humano en el  tenso miedo que de un tiempo acá, percibía en las palabras y adustos semblantes de mis padres y en el de los gañanes, boyeros y peones de la hacienda. Intuía, y temía, que algo grave alteraba la inmensa paz y el bucólico devenir de aquella, para mí, entrañable comunidad cortijera. Me empezó a invadir una cierta melancolía por algo bello de mi corta vida que presentía se estaba acabando sin que pudiera precisar, ni siquiera intuir, sus  auténticas causas.

          Lo que más me desasosegaba, era que ya no venía a enseñarme el alfabeto, los números y a ponerme planas de palotes, el amado maestro rural, “Bizco de Antequerilla”, como antes diariamente lo hacía.  ¿Ya no me quería el maestro bueno que amén de enseñarme cosas preciosas, nos traía, a mi hermanilla y a mí, caramelos, peladillas con almendra dulce dentro y algún que otro juguete de vez en cuando? Me empezaba a invadir una profunda tristeza  de ausencia; sobre todo, tenía ya por cierto que algo grave estaba pasando, que se empezaba a confirmar aquella tarde con la aparición de aquel hombre de pobres trazas que, en su visible derrota física, había terminado casi recostado en el talud que con el de la otra margen encajonaban el camino.

          Aquel hombre vestía prendas sobreusadas, y ajadas, lo que añadía a su abatida compostura una apariencia infinitamente penosa. Posiblemente, por alguna razón, se había puesto en camino desde el tajo con las ropas de trabajo sin tener tiempo de cambiarse. Pese a ello y a mi corta edad, no me infundía miedo su figura, y estaba seguro  de que no se trataba de uno de los “tíos mantequitas”, con cuyo cruel menester, se asustaba entonces a los niños para que fueran obedientes  y, en sus juegos, no se alejaran mucho de sus casas.

          Tenía el indigente prójimo encastrada la barbilla en su pecho, y se cubría la cabeza con un sudado sombrero de fieltro con  cuyas anchas  alas  se ocultaba el rostro, quizás por miedo a que le conociera algún caminante por  aquella realenga en cuyo lindazo él estaba varado por la evidente  zozobra. En sus manos, entre las rodillas,  a duras penas sostenía un jarrillo de hojalata, con  el que, para saciar la sed aquella tarde estival, había intentado escanciar  agua del pozo de la otra vera del camino (pozo, que fue  otrora alivio de caminantes), pero la bomba hacía ya años y años que estaba mohosa y rota y su cabida casi soterrada.

          Ostensiblemente, a aquel ser humano le faltaban las fuerzas físicas y evidenciaba un gran abatimiento emocional. Sí, tenía miedo, el mismo miedo que veía en mi entorno vital. Abrió desmesuradamente los ojos cuando oyó tiros en lontananza como, cada dos por tres, se oían  ya  casi todos los días, simultáneos  a sobrecogedores lamentos. En las alturas del cielo, ahora no volaban las palomas sino  bandadas de negros grajos descolgados de las sierras colindantes que  planeaban en círculo lanzando agudos y espeluznantes graznidos, al igual que, en menor cantidad, hacían los buitres también estirados sus viscosos y largos desplumados cuellos oteando el “Arroyo de los bichos muertos”, llamado así porque en su hondo cauce y entaramados márgenes, los labradores y ganaderos tiraban los animales de granja muertos por accidentes o epidemias, especialmente porcinos y, allí, eran consumidos por las aves carniceras en un santiamén. Ecología vital que entrañaba  drama.  

          No supe qué me indujo, en vez de salir corriendo asustado hacia mi casa, a acercarme sin miedo  al hombre inerme  y, de rodillas a la altura de su cabeza, alzarle  el sombrero. Su mirada, apagada e implorante, me estremeció. Mecánicamente grité “¡maaama, ven corriendo, corre, corre,  aquí hay un hombre muriéndose...!

          El precepto de amor y servicio al prójimo era cotidianamente puesto en práctica por mis padres, como por una gran mayoría de las gentes de aquellas generaciones: Cada día que salía el sol, la afluencia de pobres necesitados de socorro era constante a la casa-cortijo; desde la puerta imploraban a mi madre: “Ama, una limosna por Dios”, y ella, bonita y dulce como las rositas de pitiminí que cultivaba en el exterior bajo las jambas de los ventanales de la casa para que ofrecieran frescura  dentro, le contestaba, “aguarde hermano...”. Cuando salía desde el interior, indefectiblemente portaba en su delantal, anudado a la cintura y los picos cogidos con  sus manos a guisa de talego, una generosa provisión de las viandas más habituales del cortijo: pan moreno de trigo amasado a puño en la artesa, tocino con vetas de magro sacados de la orza, pellas de higos verdejos prensados rezumando ya azúcares, batatas cocidas en el perol que colgaba de los lares del humero o, asadas en las ascuas, y,  “tenga hermano, siéntese en el poyo bajo la parra de la puerta y coma tranquilo...”;  el  desvalido respondía: “Que Dios se lo pague, hermana”.     

          Cuando, a mis voces llegó corriendo como una gacela asombrada a donde yo estaba junto al pobre hombre abatido, ella, dándole dulces cachetes en su cara sin afeitar y con los ojos en el infinito, pero respirando (habría sufrido un desmayo), me ordenó categórica  con voz de sobrecogida caridad: “¡Corre hijo mío, corre y llama  al  boyero y a Frasco Porra que acaba de llegar a la pesebrera con la carreta cargada de entresaco de maíz, y diles que vengan corriendo a ayudarme a llevar a este hombre a la casa...ah, y dile al “chiquichanga” que apareje una bestia por si hay que ir al pueblo por el médico, este hombre está mu malito, mu malito...”  Ni un perdigón  peonando en  barbecho, habría corrido más que yo a cumplir la petición de mi madre. Han pasado unos 80 años y aún tengo gravada en mi mente la imagen que, cuando volvía corriendo delante de Paco el Tito y Frasco Porra, ofrecían mi madre sentada junto al desdichado prójimo con su cabeza sostenida por uno de sus brazos y abanicándolo con su propio sombrero con la otra mano. El enorme y bonachón Frasco Porras cogió al hombre en sus brazos y lo llevó a la gañanía, cabe la vivienda de mis padres,  acostándolo en uno de los catres que en ella había para los peones “manteníos”.  

          Aquel ser humano derrotado por el miedo a la vida, no llegó a conocer  a mi padre, como deseaba porque, en esos momentos, aún andaba laborando por los tajos. En esas, desde el cortijo se vio salir del pueblo a unos 700 metros una enfervorizada multitud dando gritos revolucionarios y flameando grandes banderas de la FAI, CNT, PC, y otras según se rumoreaba a ni alrededor. Al hombre,  visiblemente recuperado ya tras comer y descansar, se le descompuso el semblante y decidió marcharse de bulla. El ama buena le preguntó: “Y ahora ¿a onde...? y, el buen hombre: “Ama, he de seguir mi suerte, por eso he pensado volver a mi casa en Pajares, en el paraje de Casapalma, porque si aquellos (señaló a los manifestantes) llegan a ella a buscarme y no me encuentran, pueden molestar a mi familia: de madrugada, estaré con mi mujer y mi hija...” El  ama tendiéndole la mano: “Pues que Dios le acompañe  y a nosotros no nos olvide...” Salí tras él por el  portón del enorme patio del cortijo, me dio un beso y le vi caminar hasta perderse en lontananza hacia Dios sabría qué destino.

          Al volver yo a mi casa, ubicada dentro del enorme patio de labranza, mi madre  miraba absorta hacia las huertas. Algunas lágrimas resbalaban por sus mejillas. También ella tenía un presentimiento en relación al esposo cabal que laboraba, pese a estar ya próximo el ocaso, en los tajos  por  un jornal de diez reales.

          Esto sucedía, como he  podido constatar  después, en  agosto de 1.936; ya  había tenido lugar el primer “asesinato” en la retaguardia, después de la    quema de todas las imágenes y ocupación de la Iglesia para fines “cívicos”: lo cual creó en Cártama un ambiente de profunda tensión y miedo, que no desapareció hasta mediados de febrero de 1.937.

          Unos  días después, Frasco Porras dijo a mis padres delante de quien esto escribe: “El hombre que socorrimos hace unos días, lo han matado   en su propia casa de Pajares.