EL PORQUERILLO
A Mayrata, hija de mi amigo Juan
Andrés, para que sepa cómo vivían muchos en época de sus abuelos.
Vuelvo a dedicar este comentario
de mi libro, ECOS DE LA ALHÓNDIGA, a mi entonces pequeñita amiga y hoy toda una
alférez del ejercito en la Academia Militar de Zaragoza., donde continua sus
estudios militares hasta terminarlos, supongo
que de teniente para llegar (es capaz de ello) a Teniente General.
Siento por ella y por sus padres una
autentica amistad y cariño.
Raspasayo –mote por el que se
le conocía popularmente-, además de barbero en Cártama, ponía indersiones, sacaba muelas si se
terciaba, y ejercía de capaó de
cerdos, e incluso de cerdas -que ya
hay que tener arte en cirugía veterinaria-, operación necesaria al meterlos en
engorde para su posterior sacrificio en el matadero industrial o en la ritual
matanza casera prenavideña, cual era tradición atávica en los pueblos
andaluces, al menos en las familias medianamente pudientes.
Aquel domingo, antes de apuntar el sol, Raspasayo se dirigía a lomos de su burra
-aparejada con enjalma, mandiles y corona de días festivos- por el Camino de las Angosturas hacia el Cortijo El Gato, en la Dehesa de Arriba, desde el que le habían
mandao
recao para que fuera a capar una punta de cochinas, próximas a entrar
en cebo en montanera o estabulación.
También, espatarrao delante de su regazo, el capaó llevaba a su hijo, un zagalillo de como seis años, al que
sostenía con la mano que le dejaba libre el manejo del cabestro con que
encarrilaba la cabalgadura.
En un
rastrojo de cañas de maíz cercano a la trocha de rodadura, un
porquerillo de unos siete años, pintoresca pinta y pobres trazas, guardaba
un hato de cochinos.
El campo ofrecía aquella mañana un panorama de
opresiva tristeza invernal. La humedad
ambiental aún mantenía pegada a la tierra el humo de las candelas que los
jornaleros encendían en los tajos con taramas y ramón de tala para paliar el
frío, a la guarda de que capataces y
manigeros dieran la orden de meter mano a las
faenas camperas.
Pastueñas yuntas araban ya
en las besanas de las pardas hazas de
sembraduras, dándole tempero de cosechas a la tierra madre. De lontananza llegaba el eco de una copla
caminera lanzada al aire por un carretero al son lento de los platillos de su
carreta.
El gélido terral atería el cuerpecillo del zagal
porquero que tiritaba como un patalete
descolgado del tibio y plumoso nido. Su instinto, aguzado por la perra vida, le
indujo a resguardarse, poniendo en pie
un par de pañetas de cañas de maíz, derribadas ya a finales de verano sus
mazorcas, contra las que se arrecachaba
de espalda a poniente, eludiendo así la terralera.
Intentaba proteger sus pies desnudos que apenas cubrían los capellás de pleitas de sus alpargates de esparto con suelas de
trozos de ruedas viejas de camión, sentándose sobre ellos en la cruda tierra, a
manera de diminuto buda.
Para tener a raya a los cochinos,
los apercibía en su instinto animal de que él no los perdía de vista y estaba
siempre pronto a cruzarles el zurriago si se desmandaban; de vez en cuando se
erguía para reprenderlos con el onomatopéyico sonsonete, propio en el menester
de los porqueros de la ribera del Guadalhorce: ¡guigggníii...!, crujiendo al mismo tiempo la puntera del zurriago,
con lo que conseguía que la piara permaneciera agrupada y, tras ello,
castañeándole los dientes por el relente, volvía al resguardo de los haces de
ricias, liado, cual si fuera un espantapájaros, en una vieja chaqueta de varias
veces su talla, ya muy usada, con la que alguna alma buena habría dulcificado
su conciencia regalándosela. En las bocamangas de la prenda embozaba sus
infantiles manos prematuramente encallecidas por un trajinar, que ya era en sí duro
para mayores que él.
A media mañana, Raspasayo y su hijo retornaban al pueblo
a lomos de su rucia por el mismo camino que antes anduvieron en sentido
contrario cuando, de pronto, advirtieron que el amo de la piara de cerdos, que
había aparecido por el careo para
echarle un vistazo, increpaba al porquerillo con desproporcionada acritud,
incluso para lo acostumbrado entonces. El caso es que, en un descuido de éste,
uno de los marranos, al ventear las batatas de un pegujal próximo, se había salido del hato y hozado algunos lomos de uno de los canteros, casi ahitándose
de boniatos, por supuesto más sabrosa pastura que los granos sueltos y los
hormigueros de alúas que los gorrinos
rebuscaban en el rastrojo:
-¡Eres un irresponsable y un
inútil...!. ¡Anda, coge el camino y que yo no te vea más por aquí! Mañana
buscaré otro porquero menos vago que tú -le
zahería el amo de los cerdos.
Sobraban
motivos para que un niño llorara. Pero el porquerillo sabía bien que, si era
capaz de hacer faenas de hombre, como un hombre tenía que ser capaz de tragarse
la congoja y culpabilidad que sentía en ese momento. Le habían imbuido que
cuando un animal se escapa de la piara y causa daños en sembrado ajeno, el dueño perjudicado podía
acudir al guarda jurado, ese que llevaba correa ancha de cuero en bandolera del
hombro a la cadera, con placa en medio grabada y tercerola colgada. En todo
caso, había que pagarle al perjudicado los daños causados en su haza por el cochino desmandado. Estos
eran los usos y costumbres ancestrales con categoría ya de ley positiva.
A Raspasayo la dura escena le trocó sus pensamientos en sentimientos
y, en un acto reflejo, apretando a su hijo contra su regazo, abogó así por el porquerillo:
-Ya está bien, amigo... ¿No ve
usted que es un niño, y está helado de frío? Eso pasa todos los días y a
cualquiera, incluso a mayores que él y,
al fin y al cabo, el daño no ha sido del otro mundo. Sólo se le ha escapado un
cochino...
La respuesta del amo de la piara no dejaba lugar a más alegaciones:
- Con su edad, la vida también me
obligaba a mí a guardar guarros y demás ganado en los manchones. Si encartaba, hasta
dormía con ellos en los pastos, bajo las estrellas, en las noches de alta
primavera y verano, aguantando algunas veces bruscas tormentas o escarchas, sin
otro cobijo que un cacho de toldo viejo y
una arpillera rellena de sayos como colchón. Y tenía que ser más
responsable que este porquero, si quería
servir amo para ganarme la manutención.
El bujeo del camino era ya barro pegajoso, debido a las recientes
lluvias. El zagalillo, tenía los alpargates
y el alma hundidos en el lodo gredoso, y era imagen estremecida de la virtud
original derrotada. El capellá de
esparto de su calzado, al humedecerse, le apretaba los pies, por lo que el
chiquillo andaba con dificultoso renqueo.
Raspasayo, asiendo a su hijo en tierna
empatía de dolor moral, arrimó la jumenta al balate de la trocha y,
desentendido ya del amo de la piara de cerdos,
indicó con un ademán al chavea que se montara a la grupa.
- Agárrate
a mi cintura, hijo, no te vayas a caer,
que esta burra hace extraños.
Atenazado a su protector, en silencio, con el dolor comprimido en su
rostro, prematuramente curtido por los ingratos avatares, el porquerillo
lloraba en aquella cenizosa mañana silenciosas y amargas lágrimas, tal las
lloran los hombres de cuajo ante la injusticia.
- Dime, ¿qué
edad tienes?
- Mi madre me dice que estoy metido en los
ocho años.
- ¿Y por qué no
estás en la escuela?
- Cuando encierro el atajo a la puesta del sol,
voy a la escuela de noche que Ignacio tiene para los hijos de los jornaleros.
Sabe usted, ya me sé de memoria las cuatro reglas. Pero no tengo más remedio
que servir amo porque somos ocho hermanos y mi padre no puede mantenernos a todos.
- ¿Y cuánto ganas?
- Me dan desayuno, almuerzo y la taleguilla con la merienda, de la que
guardo algo para antes de acostarme.
Cubrieron el trayecto -tres
estadios de la vida humana a lomos de Platera-,
charlando de las cosas de la vida cotidiana, hasta que llegaron al pueblo. Las
campanas de la parroquia tocaban a vísperas; era la hora en la que, tras el
almuerzo, los otros niños, alborozados, volvían a las escuelas.
El porquerillo
tendría que empezar a buscar nuevo trabajo de mantenido en alguno de los
cientos de cortijos que entonces moteaban la hoya del río Guadalhorce.
En su cielo infinito, el Sumo
Creador, a la vista de la escena, se cuestionaría al hombre y se preguntaría si
realmente era, como pretendió al crearlo al principio de los tiempos, su
creatura más perfecta.
-
Cuando
creé palomas, no debí crear gavilanes, se diría para sí mismo el Sumo
Creador.