martes, 6 de septiembre de 2022

   

                                                  3 MEMENTOS                                                          

El campo es belleza en vuelo,   génesis   de frutos  y vida.  El campo encierra los yo y los tú más primigenios y edénicos de la creación, el  Adán y Eva de la metáfora divina: el primer  amor y el primer pecado en carne y hueso mortal. El campo está en el Beatus ille de  Horacio  (Dichoso aquel que alejado de los negocios,/ como la  antigua raza de los mortales,/ cultiva  la tierra con los bueyes...). Y  Églogas y Geórgicas de Virgilio  que empezaba su Eneida diciendo  Yo aquel que en otro tiempo modulé cantares al son de la leve avena...”. -- y aún antié, con los canutitos de avena, o de  alcacel, apretados con el dedo índice sobre  la frente haciéndonos  una cruz,  los niños de mi generación lográbamos  pequeños caramillos de sonido singular --.  Y en Garcilaso, y en Fray Luís de León que imita a  Horacio -- “Dichoso  aquel que huye del mundanal ruido,/ y sigue la escondida senda por donde han ido,/ los pocos sabios que en el mundo han sido...”. Y en el Pablo y Virginia de Goethe, y en el Emilio de Rousseau,  y en la  aventura paradisíaca  de Robinsón Crusoe de De Foe, y, en nuestros Delibes, Blasco Ibañez, Gabriel Miró, Pereda, Armando Palacio Valdés...

 

Del  campo se ama todo porque sobre él alienta y se sustenta todo; de él mana  poesía del alma y  filosofía encauzadora de la razón.

 

Cada solsticio, va abriendo día a día, surco a surco, que diría Muñoz Rojas, secretos al campo que fue, es y será, una inmensa caja de arcanos.     Entrañan  secretos las peñas, razones de ser cada árbol y luces los caminos y realengas. Cada primavera, todo árbol es un corazón que late con decenas de nidos colgados en los que pipían pataletes implumes que luego serán voladoras  saetas con plumas.

 

Tamaña y misteriosa aventura la del grano que cae en la  amelga, tirada por mano humana, arrastrada por el viento, transportada por los insectos o el polen que auto poliniza  la planta madre. El niño de la  Alhóndiga  ya reparaba con asombro la pequeñita aguja verde que empezaba a salir de la tierra en do fue echada la semilla por el sembrador;y cómo después, ya  endeble caña crecida empanza en ella la espiga que en la era al son de las colleras de trilla devendrá en el trigo que se convierte en pan candeal, o, cómo de la maciza caña de maíz que fue leve golpe de grano sembrado en la tierra a estaquilla,  brotaba la mazorca de maíz que también era alimento.

El campo vivido en todo su sentido alto y profundo es la antítesis del odio y de la guerra. Es la paz que a veces ensangrentamos en una transgresión brutal de la razón de ser de las cosas.

                                                LA ALONDRA

            Mañanitas  estivales frescas por la brisa residual,   húmeda estela  de las ribereñas  noches con  ladridos de perros al lucero miguero, cruá, cruá...de ranas en las almatriches y  cri, crí... de grillos entre la hierba punta y las verdolagas; órdago sonoro de las creaturas mínimas al silencio cósmico de la noche.

             Antes de bajar al prosaico  rastrojo y a los duros terrones de los barbechos en do tiene su hábitat, la alondra saluda a padre sol que apunta tras las onduladas lomas al Sur de  la Alhóndiga. El canoro pájaro es allá en el cielo como  un mínimo acento circunflejo   levitando inmóvil en el azul del éter;  inmóvil, la alondra   modula sus cantos  de inefables resonancias que son remedos, ¡oh maravilla!, del trino de todos sus congéneres.  Sí, oyendo cantar a la alondra tempranera, si al tiempo no la ves puede parecerte que se trata de la  armoniosa melopea  del mirlo en celo, o del trino del jilguero en  los espinos borriqueros de negras semillas (“alpiste negro” en el argot infantil), del verderón entre  las frondas, o, el lánguido e inefable canto del ruiseñor en  los chopos del soto.

             Al solitario niño alhondiguero se le colmaban las pupilas de entrañables horizontes  y, se le esponjaba  el alma al conjuro de la jerga mañanera  de los pajarillos de los campos regadíos, sumido en un irremediable memento pánico, acompasado  por el amortiguado cantar de la madre  (“Los pajarillos”, de la Niña de la Puebla). Yo me digo, remedando a Manuel Machado:                                        

                                               A quién no le ha cantado

                                               Una madrecita buena 

                                               En un anochecer de plata

                                               Nanas que le han dormido.. 

                                                                                          

                                               SURCOS Y PÁJAROS

            Lento el arado tras la premiosa yunta abre surcos  paralelos en la besana abierta  sobre la a  tierra atemperada. El niño cortijero, sigue los pasos del gañán amigo que, con una mano en la mancera y en la otra la ahijada,  modula el  abandolado  cante de la arada:  

                                    Arando en un peñascal

                                    Se levantó la perdiz

                                   Y en lo alto de un majano

                                    Se puso a piñonear

                                                ***

                                    ¿Por qué aran las vacas

                                    Tan despacito?

                                    Es que el gañán les canta

                                    Quedo, quedito...

                                              ***

                                   “Esquilones de plata

                                     Llevan los bueyes...” (G. Lorca, popular)

            ¿Sabe el paciente gañán que es instrumento de la Gracia del Creador...? En su cantar lo de menos son  las letras, siempre simples y elementales; lo importante es el sonsonete lento y acariciante  que sosiega el  alma de los bueyes en su duro trajín.

            Pero al niño alhondiguero lo que le despertaba amor y curiosidad  era la miriada de pajarillos que cubrían revoloteando a ras de tierra, en toda su longitud el surco  abierto,   buscando en él  los insectos que son su pitanza:  orovivos, aluas, lombrices, hormigas cocineras y cabezonas, grillos, y un sin fin de  bestezuelas que la vertedera del arado chirivito iba volteando de  sus habitáculos  subterráneos.

            El zagalillo, de no más de cinco años, sabía ya el nombre de todas aquellas creaturas aladas: Pipitas, tontitos, chamarines, trigueros, cogujadas, alondras,  mosquitos y, sobre todo,  llamaba su atención los reineros blancos tamaño gaviotas que iban y venían por la besana cazando insectos sobre el lomo de los bueyes yunteros.

            Una vez, el morero  le llevó del pueblo al niño cortijero  una “costilla”-trampa  de alambre acerada con muelles letales para cazar pajarillos; como señuelo, se le ponía en un mecanismo ad hoc  un gusanillo,  después se embozaba un tanto en la movida y blanda tierra del surco. Cuando el pajarillo “picaba” el  señuelo, la costilla saltaba inexorablemente mortal,  aprisionando  el cuello de la avecilla que moría ahorcada.   Un día, el zagal vio la agonía de una grácil  “pipita” que había “picado  y tenía su  cuello gris casi partido; el niño lloró amargamente  su culpa  y ya jamás volvió a poner trampas.