martes, 20 de septiembre de 2022

 

 EL PORQUERILLO

                                        

A Mayrata, hija de mi amigo Juan Andrés, para que sepa cómo vivían muchos en época de sus abuelos.

Vuelvo a dedicar este comentario de mi libro, ECOS DE LA ALHÓNDIGA, a mi entonces pequeñita amiga y hoy toda una alférez del ejercito en la Academia Militar de Zaragoza., donde continua sus estudios militares hasta terminarlos, supongo  que de teniente para llegar (es capaz de ello) a Teniente General. Siento por ella y por  sus padres una autentica amistad y cariño.         

   Raspasayo –mote por el que se le conocía popularmente-, además de barbero en Cártama, ponía indersiones, sacaba muelas si se terciaba, y ejercía de capaó de cerdos, e incluso de cerdas      -que ya hay que tener arte en cirugía veterinaria-, operación necesaria al meterlos en engorde para su posterior sacrificio en el matadero industrial o en la ritual matanza casera prenavideña, cual era tradición atávica en los pueblos andaluces, al menos en las familias medianamente pudientes.

Aquel domingo, antes de apuntar el sol, Raspasayo se dirigía a lomos de su burra -aparejada con enjalma, mandiles y corona de días festivos- por el Camino de las Angosturas hacia el Cortijo El Gato, en la Dehesa de Arriba, desde el que le habían mandao  recao para que fuera a capar una punta de cochinas, próximas a entrar en cebo en montanera o estabulación.

También, espatarrao delante de su regazo, el capaó llevaba a su hijo, un zagalillo de como seis años, al que sostenía con la mano que le dejaba libre el manejo del cabestro con que encarrilaba la cabalgadura.

          En un  rastrojo de cañas de maíz cercano a la trocha de rodadura, un porquerillo de unos siete años, pintoresca pinta y pobres trazas,  guardaba  un hato  de cochinos.

 El campo ofrecía aquella mañana un panorama de opresiva  tristeza invernal. La humedad ambiental aún mantenía pegada a la tierra el humo de las candelas que los jornaleros encendían en los tajos con taramas y ramón de tala para paliar el frío, a la guarda de  que capataces y manigeros dieran la orden de meter mano a las  faenas camperas.

Pastueñas yuntas araban ya en las besanas de las pardas hazas  de sembraduras, dándole tempero de cosechas a la tierra madre. De  lontananza llegaba el eco de una copla caminera lanzada al aire por un carretero al son lento de los platillos de su carreta.

El gélido terral atería el cuerpecillo del zagal porquero que tiritaba como un patalete descolgado del tibio y plumoso nido. Su instinto, aguzado por la perra vida, le indujo a resguardarse,  poniendo en pie un par de pañetas de cañas de maíz, derribadas ya a finales de verano sus mazorcas, contra las que se arrecachaba de espalda a poniente, eludiendo así la terralera. Intentaba proteger sus pies desnudos que apenas cubrían los capellás de pleitas de sus alpargates de esparto con suelas de trozos de ruedas viejas de camión, sentándose sobre ellos en la cruda tierra, a manera de diminuto buda.

Para  tener a raya a los cochinos, los apercibía en su instinto animal de que él no los perdía de vista y estaba siempre pronto a cruzarles el zurriago si se desmandaban; de vez en cuando se erguía para reprenderlos con el onomatopéyico sonsonete, propio en el menester de los porqueros de la ribera del Guadalhorce: ¡guigggníii...!, crujiendo al mismo tiempo la puntera del zurriago, con lo que conseguía que la piara permaneciera agrupada y, tras ello, castañeándole los dientes por el relente, volvía al resguardo de los haces de ricias, liado, cual si fuera un espantapájaros, en una vieja chaqueta de varias veces su talla, ya muy usada, con la que alguna alma buena habría dulcificado su conciencia regalándosela. En las bocamangas de la prenda embozaba sus infantiles manos prematuramente encallecidas por un trajinar, que ya era en sí duro para mayores que él.

 A media mañana, Raspasayo y su hijo retornaban al pueblo a lomos de su rucia por el mismo camino que antes anduvieron en sentido contrario cuando, de pronto, advirtieron que el amo de la piara de cerdos, que había aparecido por el careo para echarle un vistazo, increpaba al porquerillo con desproporcionada acritud, incluso para lo acostumbrado entonces. El caso es que, en un descuido de éste, uno de los marranos, al ventear las batatas de un pegujal próximo, se había salido del hato y hozado algunos lomos de uno de los canteros, casi ahitándose de boniatos, por supuesto más sabrosa pastura que los granos sueltos y los hormigueros de alúas que los gorrinos rebuscaban en el rastrojo:

 

-¡Eres un irresponsable y un inútil...!. ¡Anda, coge el camino y que yo no te vea más por aquí! Mañana buscaré otro porquero menos vago que tú -le zahería el amo de los cerdos.

 

         Sobraban motivos para que un niño llorara. Pero el porquerillo sabía bien que, si era capaz de hacer faenas de hombre, como un hombre tenía que ser capaz de tragarse la congoja y culpabilidad que sentía en ese momento. Le habían imbuido que cuando un animal se escapa de la piara y causa daños  en sembrado ajeno, el dueño perjudicado podía acudir al guarda jurado, ese que llevaba correa ancha de cuero en bandolera del hombro a la cadera, con placa en medio grabada y tercerola colgada. En todo caso, había que pagarle al perjudicado los daños causados en su haza por el cochino desmandado. Estos eran los usos y costumbres ancestrales con categoría ya de ley positiva.

  A Raspasayo la dura escena le trocó sus pensamientos en sentimientos y, en un acto reflejo, apretando a su hijo contra su regazo, abogó así por el porquerillo:

 

-Ya está bien, amigo... ¿No ve usted que es un niño, y está helado de frío? Eso pasa todos los días y a cualquiera, incluso a mayores que él  y, al fin y al cabo, el daño no ha sido del otro mundo. Sólo se le ha escapado un cochino...

 

La respuesta del amo de la piara no dejaba lugar a más alegaciones:

 

- Con su edad, la vida también me obligaba a mí a guardar guarros y demás ganado en los manchones. Si encartaba, hasta dormía con ellos en los pastos, bajo las estrellas, en las noches de alta primavera y verano, aguantando algunas veces bruscas tormentas o escarchas, sin otro cobijo que un cacho de toldo viejo y  una arpillera rellena de sayos como colchón. Y tenía que ser más responsable que este porquero, si quería  servir amo para ganarme la manutención.

 

El  bujeo del camino era ya barro pegajoso, debido a las recientes lluvias. El zagalillo, tenía los alpargates y el alma hundidos en el lodo gredoso, y era imagen estremecida de la virtud original derrotada. El capellá de esparto de su calzado, al humedecerse, le apretaba los pies, por lo que el chiquillo andaba con dificultoso renqueo.

             Raspasayo, asiendo a su hijo en tierna empatía de dolor moral, arrimó la jumenta al balate de la trocha y, desentendido ya del  amo de la piara de cerdos, indicó con un ademán al chavea que se montara a la grupa.

 

- Agárrate a  mi cintura, hijo, no te vayas a caer, que esta burra  hace extraños.

 

         Atenazado a su protector, en silencio, con el dolor comprimido en su rostro, prematuramente curtido por los ingratos avatares, el porquerillo lloraba en aquella cenizosa mañana silenciosas y amargas lágrimas, tal las lloran los hombres de cuajo ante la injusticia.

 

- Dime, ¿qué edad tienes?

    - Mi madre me dice que estoy metido en los ocho años.

- ¿Y por qué no estás en la escuela?

       - Cuando encierro el atajo a la puesta del sol, voy a la escuela de noche que Ignacio tiene para los hijos de los jornaleros. Sabe usted, ya me sé de memoria las cuatro reglas. Pero no tengo más remedio que servir amo porque somos ocho hermanos y mi padre  no puede mantenernos a todos.

          - ¿Y cuánto ganas?

  - Me dan desayuno, almuerzo y la taleguilla con la merienda, de la que guardo algo para antes de acostarme.

       

  Cubrieron el trayecto -tres estadios de la vida humana a lomos de Platera-, charlando de las cosas de la vida cotidiana, hasta que llegaron al pueblo. Las campanas de la parroquia tocaban a vísperas; era la hora en la que, tras el almuerzo, los otros niños, alborozados, volvían a las escuelas.

 El porquerillo tendría que empezar a buscar nuevo trabajo de mantenido en alguno de los cientos de cortijos que entonces moteaban la hoya del río Guadalhorce.

 En su cielo infinito, el Sumo Creador, a la vista de la escena, se cuestionaría al hombre y se preguntaría si realmente era, como pretendió al crearlo al principio de los tiempos, su creatura más perfecta.

-         Cuando creé palomas, no debí crear gavilanes, se diría para sí mismo el Sumo Creador.