“CAER A COMER”, UN RITO DEL TAJO
Las campanas de la Ermita serrana con las parroquiales y sus tañidos eran antaño,
el reloj que marcaban las horas de cada
reveso y rengues de caer a comer, merendar y dar de mano en los tajos
labrantíos. Anunciaban con sus
angelicales arpegios metálicos, cuando
eran las doce, cuando el día
horario se había partido en dos. Los braceros ya tenían volteada media jornada
en sus duras bregas con la tierra.
Era entonces cuando por veredas, cerrillos, angosturas y sendas de
herraduras, bajaban hacia la vega un goteo de mujeres y chaveas que iban a
llevarle el almuerzo a esposos o padres.
Colgado del hombro con un ramal de esparto o pita ad hoc, llevaba el
canasto de cañas y bordes de olivo; dentro el pan moreno, la fiambrerilla con
tomates, papas y pimientos fritos (estos si verano) guarnecidos con un huevo o
unas manecillas de boquerones, jureles o
pescado barato parecido, de lo que debía dejar algo para la hora de la
merienda y, como postre, a veces una batata cocida cuando no naranjas de
aquellas cajeles o calabacitas; a veces un puñado de higos prensados a lo que,
si había huerto cercano se le solía añadir algún melón, sandía o granada si era
su estación.
En la otra mano, cogida con un trozo de guita
gruesa amarrada a las asas, la olla con cazuela de papas, de fideos o de arroz
claro, casi nunca con carne ---eran los años de la “churripampa”, (del
racionamiento y el estraperlo)---.Sentados en algún terrón o en el “jato” de la
bestia, yantaban de olla y lo que contenía el canasto. Tras ello, tiraban de
petaca, librito de papel (“Bambú” “Smoking”,
etc), “mistero” de torcía y, echaban la “cigarrá” , departiendo sobre
las cosas del campo, que siempre fueron tema socorrido y necesario… Liar un
cigarro de picadura era todo un arte.
Cumplida una hora de comida (para ésta era el
rengue más largo entre revesos), se
reanudaba la áspera tarea dividida en
dos revesos con rengues de media hora y,
tras ellos, se daba de mano. Este era el yantar de los ascéticos jornaleros de
posguerra hasta que el Fuero de los Trabajadores implanto jornadas máximas de
8, 6 y 5 horas según los trabajos.
Cuando aquellas abnegadas esposas volvían a casa, ya los pequeños habían dado
cuenta del almuerzo que les dejó preparado; tomaba ella un somero piscolabis,
lavaba a los críos cara y manos y, al toque de vísperas de las campanas parroquiales (din,din, din
don “que son las dos”) ponerle en la
mano pizarra, pizarrín, el Catón o la Enciclopedia Álvarez y…:” venga a correr, no llegad tarde a la escuela
que os tenéis que hacer hombres de provecho…”
Así de dura era aquella época
de posguerra para mayores y niños; entonces no se sabía que era la droga, conocíamos el
nombre del vecino y los respetábamos como a los padres, no sentíamos miedos
salvo a las pesadillas, las “bichas” y a los “Tíos mantequitas”; si nos sobraba
en el bolsillo una perrachica (5 céntimos de peseta) que nos diera la madre
para chuchería, sabíamos desprendernos de ella si algún pordiosero suplicaba: “niño…una limosnita por Dios”; no
sabíamos de “ derechos humanos teóricos”, porque casi todos los humanos
caminaban derechos; sabíamos jugar con los animales y hacernos con herramientas
bastas nuestras propias carretitas y camionetitas para jugar (no había dinero
para juguetes), rezábamos la oración de la noche con nuestras madres, y, el ejemplo que recibíamos de los mayores era
que la honestidad es el mayor orgullo de la persona humana y, la mentira, una
maldición.
Hoy nos agarramos a una esperanza: el retorno de
la verdadera vida, simple como una gota de lluvia, limpia como un cielo de
abril, leve como la brisa de la mañana amando el progreso basado en los
auténticos valores.