jueves, 7 de septiembre de 2023

 

“CAER  A COMER”,  UN RITO DEL TAJO

Las campanas de la Ermita serrana  con las parroquiales y sus tañidos  eran  antaño, el reloj  que marcaban las horas de cada reveso y rengues de caer a comer, merendar y dar de mano en los tajos labrantíos. Anunciaban  con sus angelicales arpegios metálicos, cuando  eran las doce, cuando  el día horario se había partido en dos. Los braceros ya tenían volteada media jornada en sus duras bregas con la tierra.

Era entonces cuando por   veredas, cerrillos, angosturas y sendas de herraduras, bajaban hacia la vega un goteo de mujeres y chaveas que iban a llevarle el almuerzo a esposos o padres.  Colgado del hombro con un ramal de esparto o pita ad hoc, llevaba el canasto de cañas y bordes de olivo; dentro el pan moreno, la fiambrerilla con tomates, papas y pimientos fritos (estos si verano) guarnecidos con un huevo o unas manecillas de boquerones, jureles o  pescado barato parecido, de lo que debía dejar algo para la hora de la merienda y, como postre, a veces una batata cocida cuando no naranjas de aquellas cajeles o calabacitas; a veces un puñado de higos prensados a lo que, si había huerto cercano se le solía añadir algún melón, sandía o granada si era su estación.

En la otra mano, cogida con un trozo de guita gruesa amarrada a las asas, la olla con cazuela de papas, de fideos o de arroz claro, casi nunca con carne ---eran los años de la “churripampa”, (del racionamiento y el estraperlo)---.Sentados en algún terrón o en el “jato” de la bestia, yantaban de olla y lo que contenía el canasto. Tras ello, tiraban de petaca,  librito de papel (“Bambú” “Smoking”, etc),  “mistero” de torcía y, echaban la “cigarrá” , departiendo sobre las cosas del campo, que siempre fueron tema socorrido y necesario… Liar un cigarro de picadura era todo un arte.

Cumplida una hora de comida (para ésta era el rengue más largo entre revesos),  se reanudaba la áspera tarea  dividida en dos  revesos con rengues de media hora y, tras ellos, se daba de mano. Este era el yantar de los ascéticos jornaleros de posguerra hasta que el Fuero de los Trabajadores implanto jornadas máximas de 8, 6 y 5 horas según los trabajos.

Cuando aquellas abnegadas esposas   volvían a casa, ya los pequeños habían dado cuenta del almuerzo que les dejó preparado; tomaba ella un somero piscolabis, lavaba a los críos cara y manos y, al toque de vísperas  de las campanas parroquiales (din,din, din don “que son las dos”)  ponerle en la mano pizarra, pizarrín, el Catón o la Enciclopedia Álvarez y…:” venga a correr, no llegad tarde a la escuela que os tenéis que hacer hombres de provecho…”

Así de dura era aquella época de posguerra para mayores y niños; entonces  no se sabía que era la droga, conocíamos el nombre del vecino y los respetábamos como a los padres, no sentíamos miedos salvo a las pesadillas, las “bichas” y a los “Tíos mantequitas”; si nos sobraba en el bolsillo una perrachica (5 céntimos de peseta) que nos diera la madre para chuchería, sabíamos desprendernos de ella si algún pordiosero suplicaba: “niño…una limosnita por Dios”; no sabíamos de “ derechos humanos teóricos”, porque casi todos los humanos caminaban derechos; sabíamos jugar con los animales y hacernos con herramientas bastas nuestras propias carretitas y camionetitas para jugar (no había dinero para juguetes), rezábamos la oración de la noche con nuestras madres, y,  el ejemplo que recibíamos de los mayores era que la honestidad es el mayor orgullo de la persona humana y, la mentira, una maldición.

Hoy nos agarramos a una esperanza: el retorno de la verdadera vida, simple como una gota de lluvia, limpia como un cielo de abril, leve como la brisa de la mañana amando el progreso basado en los auténticos valores.