Mi buen amigo, Antonio Fuentes, y yo, manteníamos amable charla sentados en un bar dando buena cuenta de una cerveza y sus aditamentos, y conveníamos en lo paradójica que, a veces, son las historias de los pueblos. Centrados en un momento, de entre la de los guadalhorzanos, en la de la villa cartamitana de nuestros amores, yo como nativo y él como adoctivo (tanto monta), nos entristecía a ambos que un pueblo como Cártama, propietario de una gran potencialidad intrísica que demanda desarrolo armónico en el presente, y, de una historia de enjundia sin igual, se debatiera hoy en un estatus cultural, laboral, económico y político que no dejaba margen a la complacencia y al optimismo cívico.
Con los términos de la propia plática coloquial, se nos ocurrió pergeñar, al alimón, un poema alusivo al estado de ánimo que en esos momentos nos embargaba y, sin ánimos de pasar por Becquer, ni Espronceda, ni Calderón, u otro vate de tal guisa, nos salió el poemilla que he tenido la irreprimida tentación de insertar en el margen de esta página de mi blog. Aunque pudiera parecerlo, no tiene una motivación amarga, sino, desde el realismo racional, de esperanza.