sábado, 22 de julio de 2017

“CAER A COMER” UN RITO DEL TAJO

          
A “Paquito Pupilo” y a su hermano  Miguel (“Miguelón”), gente del campo, amigos a los que quise como hermanos, que hubieron  de emigrar para vivir y  morir con añoranzas del terruño sureño en las brumosas tierras del norte (De mi libro a punto de edición, “ECOS DE LA ALHÓNDIGA”.

Las campanas de la Ermita serrana ( con las parroquiales antaño reloj de jornaleros y pobres), anunciaban otrora con sus angelicales arpegios metálicos que eran las doce, que el día horario se había partido en dos y, había llegado en los campos labrantíos la hora de “caer al rengue del almuerzo”. Los braceros ya tenían volteada media jornada en sus duras bregas con la tierra.
Por  veredas, cerillos, angosturas y sendas de herraduras, bajaban hacia la vega un goteo de mujeres y chaveas que iban a llevarle el almuerzo a esposos o padres.  Colgado del hombro con un ramal de esparto o pita ad hoc, llevaba el canasto de cañas y bordes de olivo; dentro el pan moreno, la fiambrerilla con tomates, papas y pimientos fritos (estos si verano) guarnecidos con un huevo o unas manecillas de boquerones, jureles o cosa parecida, de lo que debía dejar algo para la hora de la merienda y, como postre, a veces una batata cocida cuando no naranjas de aquellas cajeles o calabacitas; a veces un puñado de higos prensados a lo que, si había huerto cercano se le solía añadir algún melón, sandía o granada si era su estación.
En la otra mano, cogida con un trozo de guita gruesa amarrada a las asas, la olla con cazuela de papas, de fideos o de arroz claro, casi nunca con carne (eran los años de la “churripampa”.
Sentados en algún terrón o en el “jato” de la bestia, yantaban de olla y canasto. Tras ello, tiraban de petaca,  librito “Bambú” y  “mistero” de torcía” y, echaban un cigarro. Liar un cigarro de picadura era un arte.
Cumplida una hora de comida (era el rengue más largo entre revesos)  se reanudaba la áspera tarea  dividida en dos  revesos con rengues de media hora por medio y tras ellos se daba de mano. Este era el yantar de los ascéticos jornaleros de posguerra hasta que el Fuero de los Trabajadores implanto jornadas máximas de 8, 6 y 5 horas según los trabajos.
Cuando aquellas abnegadas esposas   volvía a casa, ya los pequeños habían dado cuenta del almuerzo que les dejó preparado; tomaba ella un somero piscolabis, lavaba a los críos cara y manos y al toque de vísperas  de las campanas parroquiales (din,din, din don “que son las dos”)  ponerle en la mano pizarra, pizarrín, el Catón o la Enciclopedia Álvarez y…:” venga a correr, no llegad tarde a la escuela que os tenéis que hacer hombres de provecho…”
Así de dura era aquella época de posguerra para mayores y niños; pero no se sabía que era la droga, conocíamos el nombre del vecino y los respetábamos como a los padres, no sentíamos miedos salvo a las pesadillas, las “bichas” y a los “Tíos mantequitas”; si nos sobraba en el bolsillo una perrachica (5 céntimos de peseta) que nos diera la madre para chuchería, sabíamos desprendernos de ella si algún pordiosero suplicaba: “niño…una limosnita por Dios”; no sabíamos de “ derechos humanos teóricos”, porque casi todos los humanos caminaban derechos; sabíamos jugar con los animales y hacernos con herramientas bastas nuestras propias carretitas y camionetitas para jugar (no había dinero para juguetes), rezábamos la oración de la noche con nuestras madres, y,  el ejemplo que recibíamos de los mayores era que la honestidad es el mayor orgullo de la persona humana y, la mentira, una maldición.
Hoy nos agarramos a una esperanza: el retorno de la verdadera vida, simple como una gota de lluvia, limpia como un cielo de abril, leve como la brisa de la mañana amando el progreso basado en los auténticos valores