martes, 28 de mayo de 2019

LAS HORMIGAS Y LA CIGARRA


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                Era un verano de la década de los cuarenta. Vacaba yo de mis estudios de bachiller en Cabra, y mi padre,  dueño de una mediana labor segregada de las del Cortijo de la Alhóndiga que iba pagando a plazos, no se podía permitir, ni aunque pudiese,  dejar a su hijo que  por el hecho de estar en vacaciones lectivas (por muy buenas notas que le llevaba siempre) anduviera de acá para allá echando barzones y vagueando, y menos cuando él, daba el cayo de sol a sol. En consecuencia, desde muy niño me obligó a doblar el espinazo sobre  la madre tierra aprendiendo todas las labores que ella demandaba para dar sus frutos a la humana especie. 

                Plena varada de la trilla.   Yo estaba en el sombrajo,  cabe la era y gañanía,  para turnarme con el morero en el rulo  haciendo trillar la parva a las colleras. Había salido de uno de estos revesos en el rulo de  la era, y a la sombra  del sombrajo, recostado en un aparejo de bestias, leía “Platero y yo” de Juan Ramón Jiménez (siempre me llevaba un libro al campo para leer durante los revesos)   y, de buenas a primera, reparé en un hormiguero que había surgido  en el mismísimo suelo terrizo de la gañanía. Miríadas de mínimas hormiguillas entraban y salía del agujero  desde la era  por un caminito  al margen  de del peonaje; cada cuatro individuos  volvía de la era  arrastrando,   con ímprobo esfuerzo, un grano de trigo, o de  cebada que hacía doble bulto que las cuatro hormiguillas que lo arrastraban y, cuando lo dejaban en el interior del hormiguero volvían a salir a por más alimentos para el invierno. Una auténtica y trepidante   tarea de acarreo. Un ejemplo de previsión, de voluntad, de esfuerzo eficiente, de comunidad  coordinada.

                Mientras tanto, el canto de una cigarra acerraba el tronco de un  almendro cercano,  estableciéndose  en mi entendimiento una acuciante pregunta sobre el sentido de aquel contraste. Las hormigas  se proveían de alimentos para el duro invierno, mientras la cigarra, con los élitros plegados sobre el tronco del almendro, no cesaba en su monótono canto. Y, lo más misterioso: ¿Cómo subsistía la cigarra durante el invernal  ciclo climático? Porque de hambre, ni frío, no moría: al otro año, en el mismo almendro su duro canto acompañaba las también duras  jornadas de laboreo de los humanos labriegos?

Cada cual que obtenga la moraleja que estime adecuada. Para mí el mundo está hecho de contrastes y, ello, lo hace humanamente vivible.