Tiempos memorables aquellos de risas y lágrimas (que eso es la vida), repletos de esas perdurables vivencias que alimentan los recuerdos del pueblo de nacencia y crianza; del recorrido de, a veces, un sinvivir viviendo.
Toca semblar hoy las sencillas y caracterizadoras costumbres de épocas pretéritas, ya lejanas. Tiempos, en los que, entre otras experiencias del calidoscopio del diario devenir del pueblo (la intrahistoria), solían dibujarse las figuras de pequeños comerciantes y expendedores de mercancías para el consumo cotidiano en los hogares, muchas veces servidas a domicilio; una especie de mercadeo transeúnte.
Cada mañana, sin distinción de estación
climática, las calles del pueblo, encajadas entre encalados portales y baldas
de corrales, era una reminiscencia pintoresca de aquellos zocos agarenos que,
del mismo lugar, quedaron constancia en los
anales.
1.- AQUELLOS LECHEROS
Arreando una parte de su piara de cabras con
sonoras cencerillas, el lechero día a día y muy de mañana, recorría las calles lugareñas estableciendo, de trecho en trecho, estación de reparto, a
la que las amas de casa de un sector urbano acudían para que les despachara la leche ordeñada directamente de las ubres al cacito
u olla.
Sus parroquianas permanecían atentas al ordeño para que el cabrero no
presionara demasiado los pezones del animal para que la intencionada fuerza del blanco chorro lácteo no produjera excesiva espuma en la vasija, ya que, cuando esta se asentaba, la panilla
despachada se queda en dos tercios. Siempre
existió, y existe, tal tira y afloja entre quien compra y quien
vende, y más, en el menudeo.
Nunca se supo si
aquel habitual pregón del lechero era tópico habitual que le brotaba por deformación espontánea, o, socarrona
intencionalidad: “Aaaamas ...,¡a la leche!”
Fuere cual fuere el móvil de tal
sintaxis del rústico cabrero, las sufridas mujeres siempre se lo andaban reprochando: “A ver si hablas mejor, cabrero loco; a la leche se va a ir tu abuela...”