Iª PARTE
Perdón:
Para contar esta historia he de hablar, necesariamente, de mí mismo y mis
circunstancias, porque, éstas, contienen
el argumento de aquella. A veces, hitos de la vida humana la hacen más de
novela que la propia fabulación.
A lo que
vamos. He sido, y soy, un hombre de
suerte dual (mala y buena con
oscilaciones pendulares, como todo ser humano), y extremas, eso sí, en ambos sentidos; si los hados me han jugado
no pocas malas pasadas, de inmediato
Dios y su dulce Madre advocada como de Los Remedios, al alimón, pusieron un
borbotón de dulce miel en mi corazón. Jamás hiel ni rencor; el saldo, pues, es
positivo.
Entre esos
borbotones de placidez anímica, dos han provenido de sendos perros; sí, como suena, de dos
perros; “Tabique” (del que hasta su raro
apelativo tiene original historia que cuento en otro capítulo
de este mi libro), y, “Canela”, de la que escribo hoy; por cierto, quizás lo
noten a lo largo del relato, con dejos de emoción.
A “Canela”,
la ven ustedes en la fotografía, de trasera
(no tengo otra foto), como uno más de mi familia. “Canela” era para mi hijo chiquitín una especie de Hada Madrina a esa edad en la que los seres humanos sueñan con hadas y magos mientras la
madre les canta una nana. ¿Que exagero?
¡No!: “Canela” trascendía en sutiles efluvios
bondad, dulzura, amistad leal que hacía valer, llegado el momento, con
inusitada valentía. Ya verán. Y nadie mejor que un niño capta y hace propios
estas emanaciones benéficas manen de
donde manen, y siempre como complemento gracioso de los de la madre, pues como
los de ésta, nadie ni nada.
No quiero
omitir en este homenaje desde la nostalgia la historia de la propia “Canela”.
Era hija de otra perra podenca, del
mismo pelaje pero más enjuta y rasgos de cazadora más acusados y enrazados, que yo, cazador empedernido entonces, tuve, también llamada “Canela”, motejo que heredó su hija; veremos por qué.
Uno de mis
grandes amigos desde la niñez, Enrique Marín (muerto prematuramente) y yo,
salíamos juntos con frecuencia a cazar, y, lógicamente, siempre llevábamos a
“Canela” (madre) que se bastaba sola para buscar la pieza, señalarla
“parándola” tal si fuera un “pachón” y levantarla a nuestra orden
(“Canela”¡anda ahí con ella...!”), y “traerla” cuando era abatida a la carrera.
Un día, el
boyero de la labor de mi padre, Antonio “Zapatero” , me dijo que cuando
guardaba las vacas en el restrojo de maíz había visto meterse conejos en los riparios
de la linde con la haza de “Pajarito”. Al apuntar el sol el siguiente día ya estábamos pateando el rastrojo
engatilladas las “zarasquetas” tras “Canela” (madre), Enrique Marín y yo. La
perra se alejó siguiendo un rastro, pero
antes de llegar a su cubil y “pararla”
para darnos tiempo de llegar a Enrique y a mi y tirarla en forma, una liebre
saltó; venía como alma que lleva el
diablo y “Canela” detrás sin latir, cosa inusual en ella, hacia Enrique
que la tiró de cabeza, marrando el tiro,
aunque, ya pasada, la abatí yo, con la
intención de ponerle un “bigote” cinegético al amigo. Cuando miramos a ver en do andaba “Canela”, ésta yacía con los estertores de la muerte. La
perdigonada del “6”
del tiro de Enrique lo había recibido
ella en la cabeza. Sólo Dios sabe el trabajo que me costó consolar a mi amigo y
convencerlo de que era un accidente que podía ocurrir a cualquiera en los
lances de la caza: “Yo tengo el mismo dolor que tú y me lo trago, haz lo propio....” Quería romper la escopeta
contra el tronco de un árbol, cosa que evité, y se abrazó llorando a la
perrilla ya muerta: ¡“Canela” yo te he
matado, yo te he matado, maldito de mí...!”
“Canela”
(madre) había parido cosa de mes y medio antes, y se le dejó a criar una
perrilla, la que más se parecía a ella, a la que cuando murió la madre aún
estaba amamantando. La terminamos de criar con leche de la suiza de la casa y,
esta cría es la “Canela” (tenía que llamarse así) que aparece en la foto,
protagonista de tiernas historias que
continuarán en la próxima IIª entrega.