jueves, 9 de febrero de 2017

COMPADRES, ¡QUE “AIGA ARREGLO”! (Parábola para políticos)

       Resultado de imagen de Cielo nuboso                  
                                                                       


                                                                                                                Nubes lejanas cargadas de relentes,

                                                                                                            Alientos de las húmedas besanas,

                                                                                                             Olor sabroso del terrón mojado,

                                                                                                             Olor a gloria de la tierra en calma...
                               

            Cuando con tristeza infinita veo el tejemaneje de esta blabanera y pantagruélica   plaga política que se ceba  en nuestra España --España una desde hace cinco siglos, hoy patria herida--, a mi cansada, pero aún vívida memoria, acude la siguiente vivencia que puede ser, si bien se coteja,  oportuna   metáfora política de estos tiempos

                                                            ***

            El cielo encapotado con   negros nubarrones que ya habían dejado caer algunas brusquillas sobre los resecos barbechos, daba fe de la entrada del otoño.  Mi padre  -- su frente ancha:  mi nido  de consejos--, y yo,  tras haberlos sacado uno a uno del cantero y lavados a mano metidos en el agua de la “pasada” ganadera  en la acequia  del Barullo, cabe la pesebrera estival  del ganado,   sajábamos nabos  con nuestras navajas “payá” cuyas rebanadas, entrelargas de hojas a rabizas,   iban cayendo en una espuerta de esparto en  la que el boyero las distribuiría en las pasturas vespertinas y de alba, en sus propios pesebres al ganado vacuno  que, en esos momentos  rumiaba rítmicamente  haciendo sonar sus esquilas y cencerros. El lento sonar de las cercanas campanas parroquiales se antojaba también  más lánguido y amarillo. Una vaga melancolía suplantaba  la emotiva exultación  veraniega de  esquilmos y trillas de mieses en las eras.

            De pronto, sonaron dos tiros de escopeta  por las hazas cercanas a los tapiales del cortijo de Alhóndiga, que me hicieron  reprocharle a mi padre:

            --Esos han sido los dos “cazaores” que hemos visto bajar del pueblo a los regadíos, y han cazado  la liebre que salta  cada vez que voy yo a abrir, para regar, la torna de “las  mimbres”.  Por no haberme dejado tú  ir a “tirarla”  me la han birlado...

            --Hijo, fueraparte de que todavía quedan  muchas faenas que hacer,  me da miedo..., la escopeta es más alta que tú. Cuando vengas del colegio con  vacaciones de Navidad, si traes buenas notas, te prometo que yo mismo iré contigo con la otra escopeta y la podenca, a cazar todos los días que quieras... Y, cuántas veces fuimos juntos a recechos y a la mano a cazar liebres, conejos, zorzales en los habares, agachadiza y polluelas que se levantaban de los cristalinos arroyos en invierno... 

                                              Hoy busco la hora que no encuentro
                                              en el  recuerdo de mi niñez lejana,
                                              perdida más allá del infinito
                                              en el rojo remanso del recuerdo
                                             con multitud  de sueños entreverados...

            --Bueno hijo, ya tiene el boyero preparadas las pasturas de tarde y alboreá; vámonos pa la casa que pronto volverá  a llover si descargan  aquellas nubes que cubren el cielo por Bonela.

            Era ya  la hora de casi entre dos luces,

                                              ...con un silencio de luces
                                               que los grillos ametrallan,
                                               y en la orilla de la acequia
                                               hierven ronquidos de ranas

            Los cazadores, que desde el sombrajo de la pesebrera habíamos visto regresar con la liebre empatillada a la cintura de uno de ellos, estaban sentado al resguardo del relente  en el balate del haza de Frasquito, el de “la codorniz”, y, por encima de sus cabezas, habían echado la liebre y  escopetas; junto a ellas, sesteaban los perros podencos.

            Desde Cártama, por el  camino que embocaría a la realenga,  bajada un arriero con dos sacos  de cebo, molido en el serraleón del pueblo, encostalados sobre el hato de un mulo de carga; aún no se había montado en la bestia que traía de  reata mientras, petaca en mano,  echaba tabaco para liar un cigarrillo.

            La sonora jerga de los cazadores, sobredimensionada por el sereno silencio de la atardecida autumnal,  era de este tenor:

            --¡Que no, compadre... que hay que decirle a Josefita la de la “bodega” que guise la liebre al ajillo; así está ma tierna

            --Pero, compadre, somo muchos los que nos vamos a reunir y en pipitoria da para trasegar mas vino, al ajillo no cabemo a ná...

            De pronto,  mirándome con una burlona sonrisa  me dijo el padre bueno: “Muerde lo que está pasando por encima de la cabeza de los  escopeteros...” Dos fieros mastines de la cercana casilla de Pepito “El bicho”, habían hecho huir a los podencos y   sólo les quedaba por englutir  de la liebre las orejas y las peludas patas. Mentiría si no dijera que me alegré del hecho: aquellos cabrones que me habían birlado la liebre, estaban pagando bien su, para mí, felonía cinegética.

            El arriero con su mulo llegó a la altura de los cazadores antes que mi padre y yo, lo que no fue óbice para que oyéramos claramente su consejo a los blablaneros  liebreros: “Compadres,  quear con Dios y…, que  haiga arreglo, hombres,  que haiga arreglo, ya... lo mesmo  da   en pipitoria que al ajillo ...”

            Díganme quienes tengan luces para discernir la realidad de verdad, si nuestra blablanera casta política no se han comido España, unos en pepitoria y otros al ajillo como vulgares pantagrueles y gargantúas, ante la estúpida indiferencia del respetable.

            Mi padre y yo llegamos a  casa:
 
                                          ¡Aroma de guiso recién cocido...!
                                          humean las viandas...¡mesa puesta...!
                                          La madre, corazón de nido...