jueves, 23 de junio de 2016

SURCOS Y PÁJAROS (Vivencias de un niño cortijero)

        
Lento el arado tras la premiosa yunta abre surcos  paralelos en la besana abierta  sobre la tibia  tierra con tempero. El niño cortijero, sigue los pasos del gañán amigo que, con una mano en la mancera y en la otra la ahijada,  modula el  abandolado  cante de la arada:  
                       Arando en un peñascal
                        Se levantó la perdiz
                        Y en lo alto de un majano
                        Se puso a piñonear
                                       ***
                    ¿Por qué aran las vacas
                        Tan despacito?
                    Es que el gañán les canta
                    Quedo, quedito...
                                        ***
                         “Esquilones de plata
                           Llevan los bueyes...” (G. Lorca, popular)
         ¿Sabe el paciente gañán que es instrumento de la Gracia panteísta...? En su cantar lo de menos son  las letras, siempre simples y elementales; lo importante es el sonsonete lento y acariciante  que sosiega el  alma de los bueyes en su duro trajín.
         Pero al niño alhondiguero lo que le despertaba amor y curiosidad  era la miriada de pajarillos que cubrían revoloteando a ras de tierra, en toda su longitud, el surco  abierto,   buscando en él  los insectos que son su pitanza:  orovivos, aluas, lombrices, hormigas cochineras y cabezonas, grillos, y un sin fin de  bestezuelas que la vertedera del arado chirivito iba volteando de  sus habitáculos  subterráneos.
          El zagalillo, de poco  más de cinco años, sabía ya el nombre de todas aquellas creaturas aladas. Pipitas, tontitos, chamarines, trigueros, cogujadas, alondras,  mosquitos y, sobre todo,  llamaba su atención los reyneros blancos tamaño gaviotas que iban y venían por la besana cazando insectos sobre el lomo de los bueyes yunteros.

         Una vez, como juguete, el morero  le llevó del pueblo al niño cortijero  una “costilla”-trampa  de alambre acerada con muelles letales para cazar pajarillos; como señuelo, se le ponía en un mecanismo ad hoc  un gusanillo,  después se embozaba un tanto en la movida y blanda tierra del surco. Cuando el pajarillo “picaba” el  señuelo, la costilla saltaba inexorablemente mortal,  aprisionando  el cuello de la avecilla que moría ahorcada.   Un día, el zagal vio la agonía de una grácil  “pipita” que había “picado”  y tenía su  cuello gris casi partido; el niño lloró amargamente  su culpa  y ya jamás volvió a poner trampas.