HAMBRE Y TITIRITEROS
Rostros
que reflejan el dolor de una guerra incivil, salvaje y cainita; media España
(Cártama también) vestida de luto por la otra media y, viceversa
Década de los años cuarenta del pasado siglo:
dura postguerra de una conflagración civil que unos
y otros se empeñaron en desencadenar,
hasta que lo consiguieron y concretaron de la forma más cainita. Los españoles
se odiaron como a veces los hermanos
carnales, sin reparar en crímenes horrendos. Como “niño de la guerra”, con congoja infinita e inusitado espanto
insufrible a esa edad, los vi matarse por doquier y, lo sufrí en mi contexto
familiar.
Una guerra de tres años, y después: Luto y
hambre. Niños con panzas de pataletes hambrientos, tifus, sarna, mocos y piojos
en sus pelambreras; chinches en las bancas
de la “miga” que martirizaban con sus picaduras a esos tiernos niños-párvulos
mal alimentados. Era metáfora de la miseria social, la “miga” para parvulillos de Doña Ciriaquita, esposa,
aunque separados, del maestro rural,
“Bizco Antequerilla”, singular y
bondadoso personaje, al que dedico otro capítulo de este libro ; tenía establecida su escuela doña Ciriaquita
desde antes de
De
la “miga”, los niños pasaban a recibir enseñanza en los colegios
gubernamentales, uno, dirigido por el abnegado maestro de feliz memoria para
los que fuimos sus alumnos, Francisco Romero Martín y, el otro, por Francisco
Rubio Serón, para niños; para niñas,
doña Mercedes y doña Isabel.
Salvo
aquellos pequeños en los que la guerra había abierto excesiva herida
espiritual por desaparición cruenta de sus
padres u otros familiares próximos, los niños afrontaban la vida de
retaguardia y postguerra dejando amplio hueco en sus emociones para
diversiones sencillas e inocentes,
con juegos sui generis, cargados de
ingenio, e incluso, a veces, lirismo por las canciones que los acompañaban.
Juego
de La rueda: un círculo de zagales y
zagalas cogidos de las manos que cantaban coplas específicas con letras
inocentonas, muchas de ellas comunes con las de los pueblos de los alrededores:
Allá
arriba, arribita
Hay una fuente de oro,
Donde lavan las mocitas
Los pañuelos de los
novios
El Columpio y sus cantes (bamberas):
Arremonta
los cordeles
Arremóntalos bien alto
Que parece una paloma
La niña que va en lo alto
Canciones
de presueño a los niños pequeñines:
Mi
niño va a Madrid en un caballito gris
Al paso, al trote... ¡al galope, al galope, al
galope
Pin, pin, pin (y la madre, simulaba con sus rodillas el correr del caballo)
El
juego de La cuarta, que consistía en
estrellar una moneda de “perragorda” (10 ctmos) contra una pared y, detrás,
otro hacía lo propio, y otro, y otro, y otro...; aquél cuya moneda cayera más
cerca de una cuarta del que la lanzaba primero, se queda con la perragorda de
éste; si el caso se daba en varios, el
primero tenía que pagar a todos y cobrar de los quedaron más lejos de la
cuarta. Si el saldo era negativo, tenía que pagar de su bolsillo.
Como no había televisión, y apenas
“arradio”, los niños leían en sus casas, en especial lecturas de
entretenimiento, casi siempre tebeos; por cierto, preciosos, hasta
el punto, de que aún los recordamos con cierta complacencia los que tenemos ochenta años; tebeos,
como los de Juan Centella, El Guerrero del antifaz, Roberto Alcázar y Pedrín y, los inefables de Jorge y Fernando en la patrulla del Marfil. Ya iniciados en la
lectura, se leían novelas de Zane Grey,
Courvord, Pereda, Palacio Valdés y Julio Verne; las niñas, las de Corín Tellado, Mama Rosa, etc. Es curioso como los niños establecieron un
sistema cooperativo de lectura: Ninguno compraba un tebeo que lo tuviera otro de la pandilla, se los intercambiaban
para leer más por menos dinero. Los
juguetes tampoco se podían comprar, pero ello aguzaba la imaginación y cada uno
se fabricaba el suyo, desde carretitas de bueyes, camionetas, tirachinos,
hondas, etc.
Existían las cartillas de racionamiento (que ya antes
había impuesto
Soy un contrabandista
Que nunca pue descansar
Cuando me echo a la sierra
Camino de
Gibraltar...
Un
día de finales de 1.939, las calles se
llenaron de camiones Studebaker repletos de soldados, remolcando cañones y
otras armas pesadas; era un batallón de artillería que se estableció en Cártama
“por aquello de Gibraltar”, en las casas
de labor de la familia Marín. Aquellos soldados solían compartir su exiguo
rancho con los niños cuyas miradas hambrientas viéndoles comer no podían
resistir los jóvenes quintos; y, para las
mocitas que habían perdido sus novios en los frentes o en los “paseos” de uno u otro bando en liza, fueron un alivio
sentimental, que escandalizaron a madres y gente “de bien”, fiebre de amores,
luces de 110 voltios y 40 vatios en trechos de
Ya se van
los quintos mare,
Sabe Dios si volverán;
Y cuando nazca mi niño
Su padre aquí no estará...
¡Qué guerra, mare, que guerra,
Yo soy
una “desgraciá!
Para suplir a los artilleros, vino una
compañía de moros regulares, estos para
perseguir al “el maquis” (“rejuíos”), que tanto abundaban por
nuestra zona; pero ello, y cuanto aquí se expone, es susceptible de otro más amplio estudio.
Y, el “pescaero” (Pepe El Moreno), pregonando su pescado en una
mula con capachos sobre el aparejo: “¡amas
traigo el pescao, fresco, vivito y coleando; lo traigo recién salido por las playitas de El
Palo; jureles, sardinas, brótolas, boquerones y chanquetes tan
barato que ni me pagan el madrugón...
Niñas, fresquitos y coleando...” Y, plato en ristre, seguida siempre de los
gatos que acuden al olor de las sardinas, salían las amas de casa a las que el
Moreno iba despachando no sin previo regateo de precio y peso, respondido a veces por el “pescaero” con una
picante ocurrencia pasado de tono que
hacía a la hembra mirar de reojo por si
andaba cerca el marido porque, sólo entonces, regañaba cínicamente al Moreno. Eterno arco
iris antropológico del curso de la vida incluso en ambiente históricos
trahumáticos...
Como
contrapunto a tanto luto y penurias, un par de veces al año asomaba por Cártama
la trupe de teatro ambulante de Saldiguera, con un amplio elenco compuesto del
propio Saldiguera, su mujer, sus muchos
hijos y nueras, nietos, el burro, el perro, la cabra, la mona y el loro,
amaestrado también, que, según el jefe del elenco, sabía cinco idiomas porque
se había criado en un cocotero del puerto de Madagascar entre piratas, putas y truhanes. En formación titiritera, con sus piruetas y mimos circenses unos, y otros tocando
tamboriles, trompetas y chillones flautas, seguidos de una nube de chiquillos
los titiriteros recorrían las calles anunciando su actuación de esa misma
noche en algún corralón cercado. El
número más celebrado era el del mono, la
cabra y el perro subiendo y bajando a saltos del burro y el loro que no callaba
un instante publicitando: ¡Saldruiera!, ¡Saldruiera!,
¡Saldruiera!...
Saldiguera,
que fue capitán del ejército en África, aún midiendo apenas 1.50 mt, de
estatura, conocía el arte de la chirigota de forma que merecía mejor destino,
pero su enorme prole, que solía comer a diario con buen apetito, le obligaba a hacer de empresario, a la vez
que de director, administrador, escenográfo y enseñante de libretos a cada
miembro, según la edad, para realizar una vez un remedo de farsa, otra de
parodia, otra (la mayoría de las veces),
de variedades y pasillos cómicos cuyo protagonista era el propio
Saldiguera a costa de su pequeñez de cuerpo que no afectaba a su grandeza de
alma.
El
cómico y toda su trupe se alojaban en la
antigua Fonda, “
Sus
actuaciones tomaron más relieve cuando, en el año 1.942, se inauguró el Teatro José
González Marín (1), en donde Saldiguera podía contar ya con un aforo que, apretado, sobrepasaba en
mucho los quinientas espectadores. Ello
le permitió, cuando venía por Cártama, contratar alguna que otra vedette, ya en el declive de su carrera,
pero aún de buen ver anatómico, que hacían la delicia de varones en edad de
floreo, e incluso, estas rotundas hembras le alegraban las pajarillas al
célebre, por poner un ejemplo, Diego el Murcio, barrenero de 60 años muy
trabajados y sufridos, que no faltaba a ninguna actuación de Saldiguera, y
menos, desde que integró a las espléndidas damas ya referidas. A Diego, por ver sus reacciones, le
reservaban siempre una butaca de primera fila, cuya ubicación sabían las
vedette, de tal manera que cuando el ambiente decaía y el respetable pedía “áire, áire”, ellas daban varias
revoleras con sus faldas cortas, a bragas vistas, y un mohín con el trasero
hacia Diego, quien se ponía en pie berreando: “Me está provocando la tía cantúa,
¡¡alláaaaa voy...!!”; cuando le echaban mano los más próximos para
frenarlo, Diego ya tenía medio cuerpo en el escenario agarrado al borde de la concha
del apuntador, que varias veces se trajo consigo al ser bajado a la rastra.
Fue
la época dorada y romántica de la copla, que era cantada por calles, casas y
campos, creadas por troveros consagrados para figuras
como Estrellita Castro, “La morena de mi
copla”
“Julio Moreno de Torres
Pintó la mujer morena...
La
de la reja florida
La
del clavel español...”
Imperio
Argentina, “Bien se ve”:
“Bien se ve que estás mañica
De
un mañico enamorada...
Bien
se ve....”
Juanita
Reina, “Lola
“Los militares y los paisanos
Llevan mi nombre como bandera...
¡Ay
Lola, Lolita, Lola
Conchita
Piquer, “Tatuaje”:
“El
vino en barco,
De
nombre extranjero...”
Angelillo,
“Camino verde”
“Hoy he
vuelto a pasar
Por aquel
camino verde...
Con
su triste soledad...”
Y
Antonio Molina, La hija de Juan Simón;
Valderrama, El emigrante, El inclusero;
Pepe Marchena, Los cuatro muleros, y,
las distendidas coplillas como
Una
sombra enlutada, semiasomada al portal de una vivienda, es la única muestra de
vida de este pueblo durante la guerra
civil; ya no queda juventud en el pueblo, están en los cementerios o, en el
frente hasta donde también llega la
alargada sombra de Caín a lomos de una contienda entre hermanos, de esta “dos
España” nuestra que han mamado la misma leche,
se mataba una a otra como quien no quiere la cosa, sin darle
importancia, cual, como la escena de los catetos a garrotazos de Goya, ahora jugaran con balas, no de mantequilla; unos,
cantando
Si me quieres escribir
Ya sabes mi paradero
En el
frente de Gandesa
Primera línea de fuego
***
(1)
La construcción del Teatro González Marín, que en honor de
este artista prometió hacer el alcalde de turno
para potenciar la cultura de su pueblo y paliar tanto dolor, se inauguró
en 1.942, y cumplió una función cultural y social determinante.
Es
de justicia reconocer aquí, como hago en mi libro, “El Juglar y
El propio José
Escalona utilizó esta sala para diversos actos culturales de gran altura
con motivo de la celebración del quinto centenario de la reconquista de Cártama
por los Reyes Católicos, y, el Ayuntamiento que él regía, recogió en el bello libro, Cártama en su historia, los contenidos
de cuantas conferencias dieron ilustres investigadores en relación con la
historia de Cártama. Libro, que nos ha servido de base inicial a cuantos hemos
escrito sobre nuestro devenir histórico. Mi gratitud de cartameño una vez más,
como no podía ser de otra forma.