EL NIÑO Y EL PATALETE
La ventana de mi cuarto daba a un rosal que siempre estaba cargado de
blancas y coquetas rositas de pitiminí que había plantado mi madre buena, con
amplias vistas al campo plantío, en el entrañable y ancestral cortijo La
Alhóndiga, enclavado en plena ribera guadalhorceña. Toda la vivienda carecía de
techo raso, por lo que el viento silbaba por entre las rendijas del viejo y
altísimo maderaje visto, sobre el que se asentaban las tejas que guarecían de
la lluvia. Desde aquel tosco hogar de mi infancia, yo, niño nacido en tal
cortijada agroganadera, escuchaba -en los silenciosos atardeceres y en las
noches en calma- el rumor del río y la algarabía de toda la fauna diurna y
nocturna del frondoso soto del Guadalhorce.
En aquel entonces, el centro de mi vida intelectual y emocional estaba
circunscrito al tibio hogar paterno que ocupaba una pequeña parte del caserío
cortijero y sus contornos construidos, formando un espacioso cuadrado -con
enorme patio enchinado, en medio- donde estaban todas las dependencias e instalaciones
agrícolas que eran el centro de una explotación de 200 fanegas de tierra, entre
regadíos y secanos.
A medida que iba creciendo, ese limitado mundo vivencial iba abarcando
mayor extensión. Paulatinamente se iba ampliando a parte de la vega, la pesebrera
y gañanía de verano en los exteriores del caserío, la doble era para las faenas
de trilla y esquilmo de maíz cuyas mazorcas se extendían en los empedrados para
su secado y, sobre todo, el río. Ese río de umbrosos sotos, distante no más de
150 metros de la casa, hasta donde llegaban los ecos de la naturaleza que
habitaba su entorno.
En los atardeceres estivales el ruiseñor, desde el árbol gasolino cercano
al cortijo, gorjeaban al viento con su lánguido canto; y el pájaro trompeta que
continuaba sus ayes canoros hasta muy alta la noche, arrullaba mi sueño de
niño, que volaba con las historias épicas que le contaba su abuelo Talento
sobre el puente del río y de cuando él era barquero en el Vado de Venta Romero.
A finales de marzo, el campo renacía del invernal letargo con verdegueos de
sementeras y, de lontananza llegaba a la casa-cortijo un amortiguado rumor de
mugir de bueyes encelados, mientras pastaban en los manchones. El aire traía
ecos preñados de engoradas de tórtolas en sus nidadas, y una jerga alborozada
de pipiares de pataletes, recién salidos del cascarón, alegraban las copas de
los árboles ribereños en que se hallaban.
Una vez cogí un fuerte resfriado y mi madre me tuvo retenido en la cama
unos días para curármelo a base de cataplasmas de afrecho y aceite caliente,
envuelto en papel de estraza, amén de ventosas que tanto odiaba. Durante la
convalecencia, tenía ante mis ojos el verdor del ramaje y la blancura de las
flores de aquel rosal que, no obstante, me dejaba ver los árboles del cercano huerto
de limeros, perales sanjuaneros, ciruelos de frutos negros y dorados,
ajofainas, naranjos, mandarinos y limoneros. En un ciruelo cercano, una pareja
de pajarillos “verdones” iban alimentando pico a pico a sus pataletes, ya casi
volantones, totalmente emplumados y a punto para dejar el nido.
Una mañana, me percaté de que uno de los pataletes, que siempre estaba
mirando al rosal de la ventana -seguramente midiendo la distancia- dio un
titubeante volantón y cayó, más que posarse, en el verde y tupido ramaje del
rosal pitiminí. Mi alma inocente de niño, brincó de alegría al ver a la
avecilla, apenas emplumada, tan de cerca. De pronto, atraída por el pipiar del
hijo, la pájara madre acudió con una hormiga en su pico que depositó en el
desmesuradamente abierto pico del pajarillo, aún con boqueras amarillas. Este
hecho se repetía a lo largo del día, en espacios perfectamente sincronizados y
alternativos con las visitas, al mismo fin, a los otros pataletes que aún
seguían en el nido del frutal de enfrente de la ventana.