REQUIEN POR EL CAMPESINO Y EL CAMPO.
(Se lo dedico a mi querido
amigo Andrés Pacheco, que ama las cosas del campo)
El campo es belleza en vuelo, génesis de frutos y vida.
El campo encierra los yo y los tú más primigenios y edénicos de la
creación, el Adán y Eva de la metáfora
divina: el primer amor y el primer
pecado en carne y hueso mortal. El campo está en el Beatus ille de Horacio (Dichoso
aquel que alejado de los negocios,/ como la antigua raza de los mortales,/ cultiva la tierra con los bueyes...). Y Églogas y Geórgicas de Virgilio que empezaba su Eneida diciendo “Yo
aquel que en otro tiempo modulé cantares al son de la leve avena...”. -- y aún
antié, con los canutitos de avena, o de
alcacel, apretados con el dedo índice sobre la frente haciéndonos una cruz,
los niños de mi generación lográbamos pequeños caramillos de sonido singular --. Y en Garcilaso, y en Fray Luís de León que
imita a Horacio -- “Dichoso aquel que huye del
mundanal ruido,/ y sigue la escondida senda por donde han ido,/ los pocos
sabios que en el mundo han sido...”. Y en el Pablo y Virginia de Goethe, y
en el Emilio de Rousseau, y en la aventura paradisíaca de Robinsón Crusoe de De Foe, y, en nuestros
Delibes, Blasco Ibañez, Gabriel Miró, Pereda, Armando Palacio Valdés...
Del campo se ama todo porque sobre él alienta y se
sustenta todo; de él mana poesía del
alma y filosofía encauzadora de la
razón.
Cada solsticio, va abriendo día a día,
surco a surco, que diría Muñoz Rojas, secretos al campo que fue, es y será, una
inmensa caja de arcanos. Entrañan
secretos las peñas, razones de ser cada
árbol y luces los caminos y realengas. Cada primavera, todo árbol es un corazón
que late con decenas de nidos colgados en los que pipían pataletes implumes que
luego serán voladoras saetas con plumas.
Tamaña y misteriosa aventura la del grano
que cae en la amelga, tirada por mano
humana, arrastrada por el viento, transportada por los insectos o el polen que
auto poliniza la planta madre. El niño
de
El campo vivido en todo su sentido alto y
profundo es la antítesis del odio y de la guerra. Es la paz que a veces
ensangrentamos en una transgresión brutal de la razón de ser de las cosas.
LA ALONDRA
Mañanitas
estivales frescas por la brisa residual, húmeda
estela de las ribereñas noches con ladridos de perros al lucero miguero, cruá,
cruá...de ranas en las almatriches y cri, crí... de grillos entre la hierba punta y
las verdolagas; órdago sonoro de las creaturas mínimas al silencio cósmico de
la noche.
Antes de bajar al prosaico rastrojo y a los duros terrones de los
barbechos en do tiene su hábitat, la alondra saluda a padre sol que apunta tras
las onduladas lomas al Sur de
Al
solitario niño alhondiguero se le colmaban las pupilas de entrañables
horizontes y, se le esponjaba el alma al conjuro de la jerga mañanera de los pajarillos de los campos regadíos,
sumido en un irremediable memento pánico, acompasado por el amortiguado cantar de mi madre “Los pajarillos”, de
A quién no le ha cantado
Una
madrecita buena
En un anochecer
de plata
Nanas que le
han dormido..
SURCOS Y PÁJAROS
Lento
el arado tras la premiosa yunta abre surcos paralelos en la besana abierta sobre la tierra atemperada. El niño
cortijero, sigue los pasos del gañán amigo que, con una mano en la mancera y en
la otra la ahijada, modula el abandolado
cante de la arada:
Arando
en un peñascal
Se levantó la perdiz
Y en lo alto del majano
Se puso a piñonear
***
¿Por
qué aran las vacas
Tan
despacito?
Es que
el gañán les canta
Quedo, quedito...
***
“Esquilones
de plata
Llevan los bueyes...”(G. Lorca, popular)
¿Sabe
el paciente gañán que es instrumento de
Pero al niño alhondiguero lo que le despertaba
amor y curiosidad era la miriada de pajarillos que cubrían revoloteando a ras
de tierra, en toda su longitud el surco abierto,
buscando
en él los insectos que son su pitanza:
orovivos, aluas, lombrices, hormigas cocineras y cabezonas, grillos, y un sin
fin de bestezuelas que la vertedera del
arado chirivito iba volteando de sus
habitáculos subterráneos.
El zagalillo, de no más de cinco años,
sabía ya el nombre de todas aquellas creaturas aladas: Pipitas, tontitos,
chamarines, trigueros, cogujadas, alondras,
mosquitos y, sobre todo, llamaba
su atención los reineros blancos tamaño gaviotas que iban y venían por la
besana cazando insectos sobre el lomo de los bueyes yunteros.
Una
vez, el morero le llevó del pueblo al
niño cortijero una “costilla”-trampa de alambre
acerada con muelles letales para cazar pajarillos; como señuelo, se le ponía en
un mecanismo ad hoc un gusanillo, después se embozaba un tanto en la movida y blanda
tierra del surco. Cuando el pajarillo “picaba” el señuelo, la costilla saltaba inexorablemente mortal, aprisionando
el cuello de la avecilla que moría ahorcada. Un día,
el zagal vio la agonía de una grácil “pipita”
que había “picado” y tenía su cuello gris casi partido; el niño lloró
amargamente su culpa y ya jamás volvió a poner aquellas trampas.