Cuando
yo era niño de un cortijo no sabía
como era el
mundo en su loca marcha;
ignoro
aún por qué error me figuraba
todo idílico sin gentes ni
cosas malas.
Entonces
yo jugaba venturoso
del
río en su soto umbroso
¿Te acuerdas
tú, nemoroso río
Nido de amores
de remotos ecos?
Los arcos de tu puente tendían hacia el éter
cuando, a
gatas, yo los escalaba imprudente,
hasta que
padre bueno me puso en brete
y frenó en
seco el juego juvenil y agreste.
En el cercano
soto eran mis amigos próximos
el gato
montés, la jineta de hocico agudo,
el tejón de
largas uñas y pelo blanco,
y la taimada y
larga comadreja cazaratón.
Veía llorando
a la taimada sierpe engullirse
el nidal
completo de implumes pajaretes,
y a la pájara madre pipiar de pena la muerte
de todos sus
hijitos aún tiernos pataletes.
Aquella
tragedia me hizo preguntarle a Dios,
por qué en su
insondable cómputo creativo
cuando hizo
culebras también creó pajarillos,
y, cuando chivitos, también zorros arteros.
Interpelé a mi
padre la razón de todo aquello.
Y mirándome a
los pies me dijo: esos cómodos
botines de
zapatos que llevas puesto
están hecho de
la piel de un inocente becerro…