CUANDO
A JOSE VARGAS Y A SU MUJER CATALINA E HIJOS PEQUEÑOS, LOS SALVÓ LA VIRGEN DE
MORIR AHOGADOS POR UNA RIADA DEL VOLTARIO GUADALHORCE, UN MES DE AGOSTO
En agosto de 1941, en
el Partido de la Isla, a la altura de la Estación de Aljáima, Guadalhorce por
medio, el matrimonio cartameño, José Vargas Espinosa y Catalina Ruiz Santana,
habían echado “a medias” un huerto de sandías y melones de varias fanegas de
tierra en el “rompedizo”.
A no más de cien
metros del río estaba la choza que, con esqueleto de horcones de álamo negro y
guarnecido con paredes de cañaveras y techo de juncos y palmas, habitaban los
medianeros durante el “esquilmo”. A la salida de la choza-vivienda, estaba el
imprescindible sombrajo en precario que proporcionaba sombra, en el que se
hacían las comidas a fuego de leña, entre tres piedras como hornillo. En este
sombrajo también se guarecían del sol canicular los frutos, a la espera de que
los recogiera la camioneta del cosario –“Pitana”, “El dependiente”, o, algún
otro– para trasladarlos al mercado de Málaga.
En el interior de la choza dormía el
matrimonio con una hija pequeña y un recién nacido; los otros tres hijos –el
mayor no pasaba de 10 años– y los “arrimaos”, lo hacían en el sombrajo de la
puerta, sobre los hatos, serones, o un jergón relleno de sayos. Aquella tarde
de agosto, José Vargas había dado descanso a sus tres hijos mayores para que
fueran al lugar –distante legua y media, la actuación del celebrado cómico
Sardiguera y su trupe, que tanto divertía a la gente menuda. La noche debían
pasarla en la casa del pueblo y, tempranito, habrían de estar de vuelta en el
huerto para ayudar a las faenas del día.
En el campo, con el matrimonio, quedaron la hija de dos años y el niño en cuarentena.
Al pardear el día, el cielo mostraba una negrura densa, surcada a intervalos
por aparatosas culebrinas que parecían alancear la cresta de la sierra de
Bonela, por poniente. No era raro que, en esa época, se “vaciaran las
cabañuelas” con alguna llovizna, o se presentara “blandura” para madurar los
higos, por lo que José y Catalina, avezados a las inclemencias en el campo, no
le dieron mayor importancia a una posible lejana tormenta de verano.
Apagaron faroles y candiles de aceite y se
entregaron al sueño. Pero, a eso de la medianoche, los despertó el agua de la
fuerte lluvia que calaba la choza; al echar los pies al suelo para encender el
candil, el agua les llegaba a las rodillas. El temible Guadalhorce se había
salido de madre e invadía ya las huertas ribereñas. No había una sola estrella
y la única luz que se veía en lontananza era de la bombillita exterior de la
ermita. El río rugía como un monstruo de los infiernos. Ello preocupó hasta el
estremecimiento a José Vargas, porque su habitáculo veraniego estaba en la
enderechura de la tumultuosa corriente y si enderezaba por aquel venaje sería,
salvo milagro, el final de todos.
Percatado, pues, de la gravedad de la
situación, sin luz, las cerillas para encender candil y farol se habían mojado,
subió como pudo a su mujer en la cubierta de la choza, y le dio el mantón para
abrigar al niño de cuarentena que dejó con ella, así como un perrillo que
tenían, esperanzado de que la choza aguantara el envite de las aguas mientras
él volvía de poner a salvo. en tierras no tomadas por las aguas, a la niña de
dos años. Con ella sobre los hombros e invocando fervientemente a la Virgen de
los Remedios, inició una penosa marcha hacia los secanos; el agua le llegaba al
pecho y los pies le pesaban como el plomo al atascarse en el tosco barro que
iba dejando la avalancha de aguas turbias con sus arrastres.
Al llegar a un
almatriche, cuyos quijeros estaban cubiertos de cañaveras, tuvo que hacer un
sobrehumano esfuerzo para apartar las cañas, y asido a ellas, cruzarlo. Por los
pitidos de los trenes en la cercana Estación de la Aljáima, al otro lado del
río –que por ser remitente de frutos conocía sus horarios y sabía si se trataba
del mixto, del mensajero o de alguno de mercancías–, fue teniendo noción del
tiempo. Después de varias horas de penoso caminar con su hija en alto para que
no la cubriera las aguas, logró llegar, ya casi de madrugada, a la casilla de
labor de la familia Bedoya, donde pidió socorro. En ella estaban, en aquella
ocasión, un vecino llamado Frasquito Orejuela y su mujer; ésta quedó al cuidado
de la niña, mientras su esposo y José Vargas volvieron al lugar en donde dejó a
Catalina con el pequeño. Como temían, la corriente de las aguas se había
llevado la choza con su carga humana en la cubierta.
Nadie, en aquella
infinita extensión de agua y barro, respondía a las voces que ambos daban,
llamando a Catalina. Por lógica, tal veían de cercano el curso del río y la
corriente de las aguas desbordadas ya retornando a su cauce, las esperanzas de
que la choza no hubiese seguido el curso tumultuoso hacia la costa, eran
mínimas o casi nulas. La desesperanza y la angustia ante lo peor, atenazaba el
corazón de José y Frasquito. De pronto, oyeron el aullar lastimero del perro y,
enloquecidos de alegría, corrieron como pudieron en dirección al penetrante
ladrido del perro.
De pronto, vieron
que, inverosímilmente, la chabola vegetal había encallado entre los troncos de
dos naranjos plantados a menos marco del normal. Cuando llegaron, Catalina
estaba inconsciente sobre la choza flotando ya plana y, colgado de la ramilla
de uno de los naranjos, partida para que sirviera de gancho, el mantón con el
niño muy bien liado en él por la madre, por “si a mi me llevaba la corriente y
me ahogaba (explicó después), que encontraran a mi hijo y viviera”. El perrillo
estaba junto a Catalina, tiritando y gimiendo, al tiempo que lamía la cara de
su ama. Con el coñac que llevaban al efecto, lograron hacerle recobrar a
Catalina el conocimiento y reanimarla.
Quien esto escribe,
escuchó de su vecina Catalina, una y otra vez, esta odisea; matizaba que en
medio del torbellino y la inmensa y lóbrega oscuridad, sólo veía la lucecita de
la Ermita en su monte que, curiosamente, no se había apagado, y que todo el
tiempo se lo pasó pidiéndole a la Virgen de Los Remedios por sus hijos, su
esposo y por ella, para poder criar sus niños. Así lo supo y lo vivió el pueblo
y así lo contaron una y otra vez los protagonistas de esta impresionante
odisea. Una de las miles riadas del Guadalhorce a lo largo de los siglos,
arrasando las vegas de su ribera.