miércoles, 25 de mayo de 2016

AMOR EN LA PARADA DE SEMENTALES

    
                       Era  el “tío Bernardo” dueño de una pequeña labor con  cuatro fanegas de tierras de regadíos segregadas  del Cortijo de la Alhóndiga en plena ribera del Guadalhorce; finca antes llamada de Bracho, al que  Bernardo la compró con pagos fraccionados en plazos.
            Lindaba la finca  con la  acequia del Barullo por el sur y, el resto en cuadro, con la finca matriz. La acequia toma  sus aguas en represa ad hoc en el cauce del río Guadalhorce, que riega una dilatada y feraz vega (hoy arruinada)  en un recorrido  de cómo tres leguas de larga y dos de anchura.
             En una  pequeña meseta  junto a la acequia, a salvo de las avenidas del voltario río, se alza la casa-vivienda: planta baja con  trojes para  granos, alacenas, trastero de aperos, amplia cocina con horno  de leña para cocer el pan casero amasado a puño, comedor y, paremos de contar.  Planta alta dedicada a dormitorios. La  entrada cara a  sol naciente y mirando al pueblo y a  la ermita de la Virgen de Los Remedios que parece levitar sobre aquel; ante la puerta un amplio porche empedrado,  rodeado de un poyo de obra y sombrado durante las canículas con una tupida parra de uvas negras, como solían tener todas las casas de campo, exquisita guarnición, por otro lado, del emblemático gazpacho andaluz. En definitiva, una típica y acogedora casa de pequeña labor guadalhorceña.
                        En el patio interior   un gallinero con  nutrida parva de aves de corral a las que  cada mañana  se les abría  la trampilla de entrada y salida a las gallinas para que durante el día campearan y se alimentaran  (ahorrando así granos), de insectos y semillas.  
             Adosados al lateral Este, el “tinao” y la cuadra. Y, como a 10 metros, las corraletas para ganado de cerda que aprovechan los desperdicios de huerta y domésticos, lo que supone  un complemento en las eternamente   raquíticas rentas   del campo.
         Una vez por semana pasaba  por “Lo Bracho” (que así le  llamaban la la  gente del pueblo a la explotación del “tío Bernardo”) el recovero  en su bestia con serón de recoba; era  quien  suministraba  a la familia toda clase de ropas, tejidos y otros enseres, desde  agujas de costura e hilos a unas tijeras;  cobraba  a trueque en especies: pollos, huevos, cereales, gallinas viejas que solía  vender a buen precio para caldos a parturientas, etc. De tal manera, Elena tenía   un nutrido ropero y, la casa, a más de limpia como el jaspe, sin penuria ni falta alguna; clásica economía doméstica  de la gente del campo del enorme diseminado rural de entonces que cobijaba a la mitad del censo del municipio de  Cártama.
         En la fecha de que  hablamos, Bernardo era  ya viudo; su  esposa había muerto del “dolor miserere” (apendicitis pasada), dejándole tres hijos, dos varones y la hija menor  llamada, como apunté arriba,   Elena.
         El buen padre, de rostro curtido, enjuto y de aspecto  circunspecto,  seguía  sintiendo tristeza por la ausencia  de su esposa. Fue  enseñando a sus hijos por las noches antes de la duerma,  a la luz de quinqués o carburos, cuanto  él había sabido  en las escuelas nocturnas tras  dar de mano de sus faenas, como también, que no es poco,   lo aprendido en la dura brega con la vida y con la tierra;  el ratio de analfabetismo nacional rozaba en estas datas  el 75% de la población, cosa no incompatible con la profunda cultura empírica adquirida por los labriegos  en su lucha con la áspera tierra en tajos y besanas. Sabían  deducir lluvias y sequía a través de las cabañuelas, de las  fases de la luna adecuaban las siembras,  y también del cerco de la luna colegían si llovería pronto o no   y, de la altura del lucero miguero en el cielo,  la hora de pasturar el ganado y de llevar a cabo el inicio de  otras  faenas; sabían que determinadas siembras como las delas alfalfas y forrajeras  habían de hacerse cuando la luna estaba en cuatro menguante para evitar que el ganado se meteorizase (se”hinchara” y reventara) al ser pasturado con ellas,  etc.etc.
         Un día, en una de aquellas terribles glebas militares para luchar contra “el moro” en  África, fueron movilizados  sus  hijos varones; como tantos otros,  jamás regresaron.  El pobre labriego se sumió en la más punzante e inextinguible tristeza; vivió por y para  su hija que iba creciendo y madurando plena de vitalidad.
          Elena, ya núbil, era   una de las mozas  más agraciada y celebrada del entorno; también   era  imprescindible ayuda de su ya viejo padre en las tareas labriegas, amén de mantener  el hogar ordenado y limpio como un templo y preparar a diario la comida.        
         Como el de  todos los años, aquel verano se alojó en las dependencias ganaderas del cercano Cortijo de la Alhóndiga, la parada de sementales  a la que  los labradores llevaban sus yeguas y burras para que las cubriera el semental correspondiente con garantías de pedigree.
         El día que le tocó  el turno  a la yegua de su  labor, Bernardo se sentía indispuesto y  encomendó a su hija que  ella  la llevara  al macho. Este año quería que la cubriera el borrico garañón a fin de que, llegado el día, pariera un mulo con el que  renovar,  en su tiempo,  la yunta de  labor.
         El menestral de la parada era un fornido y bien parecido mozo,  poco mayor que la zagala.
         Aunque avezada en toda clase de actividades agroganaderas propias de la comarca, el ayudar al  acto de cubrición de la yegua fue para ella una insólita experiencia; la vivencia le despertó instantáneamente emociones desconocidas;  suscitaron en Elena sensaciones de vida nunca sentidas.   
         No le pasaban  desapercibidas las intensas  miradas  que a toda su anatomía dedicaba el guapo mozo. De pronto, experimentó   las naturales apetencias de su condición de mujer en todos sus grados.
         Por imperativa  orden interior corrió al tinado y por una escalera de vareo subió al  henil, tumbándose en los muelles pajotes de pasto seco. Al verla el joven, desnuda en toda su gloriosa anatomía de miríficas curvas,     ahuecado el vientre y sus hermosas piernas haciendo uve,  quedó petrificado.
                   Quedamente, en un leve susurro, la diosa carnal le dijo:
         --Vente a mí, tómame...
 Los dioses paganos grecolatinos, Eros y Cupido,  tocaron su flauta y su cítara respectivamente con voluptuosos arpegios siderales.
         Los ojos de la niña mujer  eran sombras en canícula férvidos de deseos y apremios inaplazables; sintió que su seno era regado por hilos de nieve tibia.
         Con voz ronca como la campiña del contorno dio un grito cual codorniz entre bledos y, saciada de infinito, musitó:
         -- ¡Que dulce...Ya soy tuya amor...!
         --Y yo tuyo.... Mañana al trasponer el sol  nos vemos  en el atraque, bajo la mimbre de la acequia.
                   Cuando el sol teñía el cielo por poniente con candilazos de fuego, la zagala  retornó al hogar con la yegua de reata cogida de las  bridas. Sentía que algo nuevo había nacido en su seno aquella tarde  luminosa. A los dos meses  dijo de sopetón a su padre:
--Padre, voy a tener un hijo
--Del mozo de la parada ¿verdad hija...? Y él qué dice...
--Los paseos que doy todas las tardes las paso con él y quiere casarse conmigo...

--Gran Dios, gracias; la guerra me quitó dos hijos y Tú me los devuelve  camino del amor.