miércoles, 23 de noviembre de 2022

   EL HOMBRE ABATIDO

Aquel niño,  jugaba en los alrededores de la cortijada. De improviso, reparó en  el extraño hombre que estaba sentado en el balate del largo camino de herraduras que, de este a oeste, atraviesa las tierras de regadío de la Alhóndiga  y pasa a no más de 20  metros del enorme caserío de ésta.

Su  figura abatida reavivó en el niño cortijero,  que entonces no pasaba de los cinco años de edad, los  presentimientos que, desde unos meses antes, tenía pegados a su espíritu cual una de esas garrapatas adherida a la piel del enorme y leal perro con el que todas las tardes salía a jugar  en compañía de su  hermanilla, de como unos dos años y medio, por el idílico paraje que circundaba el cortijo en el que, en una de sus rústicas dependencias, la familia  tenían su hogar.

Su mente infantil no pudo evitar incardinar de inmediato a aquel lastimado  ser humano en el  tenso miedo que, de un tiempo acá, percibía en las palabras y adustos semblantes de sus  padres y en el de los gañanes, boyeros y peones de la hacienda. Intuía, y temía, que algo grave alteraba la inmensa paz y virgiliano devenir de aquella, para él, entrañable comunidad cortijera. Invadía su alma infantil una cierta melancolía por algo bello de su corta vida que presentía se estaba acabando sin que pudiera precisar, ni siquiera intuir, sus  auténticas causas. Se respiraba en el ambiente la tragedia. La transmitía las conversaciones de los mayores. Se oían de vez en cuando tiros y rumores populares extraños.

Lo que más le desasosegaba, era que ya no venía a enseñarle el alfabeto, los números y a ponerle  planas de palotes, el amado maestro rural, “Bizco de Antequerilla”, como antes diariamente lo hacía.  “¿Ya no me quiere el maestro bueno que amén de enseñarme cosas preciosas, nos traía, a mi hermanilla y a mí, caramelos, peladillas con almendra dulce dentro y algún que otro juguete de vez en cuando?”. Al niño le  empezaba a invadir una profunda tristeza  de ausencia; algo malo pasaba. Se empezaba a confirmar, para él,  aquella tarde con la aparición del hombre de pobres trazas que, en su visible derrota física, había terminado casi recostado en el talud que, con el de la otra margen, encajonaban el camino.

Aquel hombre vestía prendas sobreusadas y ajadas, lo que añadía a su abatida compostura una apariencia infinitamente penosa. Posiblemente, por alguna razón, se había puesto en camino desde el tajo con las ropas de trabajo sin tener tiempo de cambiarse.  El niño no había aprendido aún a tener miedo y no lo sintió en esos momentos. Estaba seguro   que aquel  hombre no era  uno de los “tíos mantequitas”, con cuyo cruel menester, se asustaba entonces a los niños para que fueran obedientes  y, en sus juegos, no se alejaran mucho de sus casas. Sus padres jamás asustaron el niño.

Tenía el indigente prójimo encastrada la barbilla en su pecho, y se cubría la cabeza con un sudado sombrero de fieltro   cuyas anchas  alas   ocultaban su  rostro, quizás adrede por miedo a que le conociera algún caminante de aquella realenga, en cuyo lindazo, él estaba zozobrado. En sus manos, entre las rodillas,  a duras penas sostenía un jarrillo de hojalata, con en el que, para saciar la sed aquella soleada tarde, había intentado escanciar  agua del pozo de la otra vera del camino (pozo, que fue  otrora alivio de caminantes), pero la bomba hacía años y años que estaba mohosa y rota y, su cabida, casi soterrada.

Ostensiblemente, a aquel ser humano le faltaban las fuerzas físicas y evidenciaba un gran abatimiento emocional. Ya, sí empezaba a tener miedo. El mismo miedo que percibía en su entorno vital.

El hombre escorado abrió desmesuradamente los ojos cuando oyó tiros en lontananza como. Evidentemente, también sentía angustia y miedo. En las alturas del cielo, ahora apenas volaban las palomas sino, insidiosamente, bandadas de negros grajos descolgados de las sierras colindantes que planeaban en círculo lanzando agudos y espeluznantes graznidos, al igual que, en menor cantidad, hacían los buitres también estirados sus viscosos,  largos y desplumados cuellos oteando el “Arroyo de los bichos muertos”, llamado así porque en su hondo cauce y entaramados márgenes, los labradores y ganaderos tiraban los animales de granjas muertos por accidentes o epidemias, especialmente porcinos y, allí, eran consumidos por las aves carniceras en un santiamén. Ecología vital que entrañaba  drama.   

El niño no supo qué le indujo a, en vez de salir corriendo asustado hacia e3l hogar,  acercarme al hombre inerme sin miedo y, de rodillas a la altura de su cabeza, alzarle  el sombrero. Su mirada, apagada e implorante, le estremeció. Mecánicamente gritó “¡maaama, ven corriendo, corre, corre,  aquí hay un hombre muriéndose...!

            El precepto de amor y servicio al prójimo era cotidianamente puesto en práctica por aquellos padres buenos, como por una gran mayoría de las gentes de aquellas generaciones: Cada día que salía el sol, la afluencia de pobres necesitados de socorro era constante a la casa-cortijo de la Alhóndiga; desde la puerta imploraban a la madre: “Ama, una limosna por Dios”, y, ella, bonita y dulce como las rositas de pitiminí que cultivaba en el exterior bajo las jambas de los ventanales de la casa para que ofrecieran frescura  dentro, le contestaba, “aguarde hermano...”. Cuando salía desde el interior, indefectiblemente portaba en su delantal, anudado a la cintura y los picos cogidos con  sus manos a guisa de talego, una generosa provisión de las viandas más habituales del cortijo: pan moreno de trigo amasado a puño en la artesa, tocino con vetas de magro sacados de la orza, pellas de higos verdejos prensados que ya rezumaban  azúcares, batatas cocidas en el perol que colgaba de los lares del humero, o, asadas en las ascuas, y,  “tenga hermano, siéntese en el poyo bajo la parra de la puerta y coma tranquilo...” , y el  desvalido respondía: “Que Dios se lo pague, hermana”.     

             A las voces  ella llegó corriendo como una gacela asombrada, a donde su hijo  estaba junto al pobre hombre abatido. Empezó a darle  dulces cachetes en su cara sin afeitar y con los ojos en el infinito, pero respirando (habría sufrido un desmayo), y categóricamente ordenó al niño,  con voz sobrecogida caridad: “¡Corre hijo mío, corre y llama  a Paco el Tito el boyero y, a Frasco Porra que acaba de llegar a la pesebrera con la carreta cargada de entresaco de maíz, y diles que vengan corriendo a ayudarme a llevar a este hombre a la casa...ah, y dile también  al “chiquichanga” que apareje una bestia por si hay que ir al pueblo por el médico, este hombre está mu malito, mu malito...”  Ni un perdigón  peonando en  barbecho, habría corrido más que su hijo  a cumplir la petición de la buena madre. Han pasado unos  80 años, y aún quien aquello vivió, tiene  gravada en su  mente la imagen que, cuando volvía corriendo delante de Paco el Tito,  Frasco Porra y Diego Pupilo, ofrecían su  madre sentada junto al desdichado prójimo con su cabeza sostenida por uno de sus brazos y abanicándolo con su propio sombrero en  la otra. El enorme y bonachón Diego Pupilo Porras cogió al hombre en sus brazos y lo llevó a la gañanía, cabe la vivienda de Frasquito y su esposa Paca,  acostándolo en uno de los catres que en ella había para el boyero y  los peones “manteníos”.  

Aquel ser humano derrotado por el miedo a la vida, no llegó a conocer  al padre, como deseaba porque, en esos momentos, aún andaba laborando por los tajos. En esas, desde el cortijo se vio salir del pueblo una enfervorizada multitud dando gritos revolucionarios y flameando grandes banderas de la FAI, CNT, PC, y otras. Al hombre,  visiblemente recuperado ya tras comer y descansar, se le descompuso el semblante y decidió marcharse de bulla. El ama buena le preguntó: “Y ahora ¿a onde...? y, el buen hombre: “Ama, he de seguir mi suerte, por eso he pensado volver a mi casa en Pajares, en el paraje de Casapalma, porque si aquellos (señaló a los manifestantes) llegan a ella a buscarme y no me encuentran, pueden molestar a mi familia: de madrugada, estaré con mi mujer y mi hija...” El  ama tendiéndole la mano: “Pues que Dios le acompañe  y a nosotros no nos olvide...” El zagalillo salió  tras él por el  portón del enorme patio del cortijo; el hombre que huía le dio un beso y echó a andar hasta perderse en lontananza  Dios sabría hacia qué destino. Frasco Porras, simuladamente le ofreció algo (supe después que un revolver) que el  hombre no aceptó.

Al volver a casa el chaval, ubicada dentro del enorme patio de labranza, su madre  miraba absorta hacia las huertas. De sus grandes y bellos ojos, manaban  lágrimas. También ella tenía un presentimiento en relación al esposo cabal que laboraba, pese a estar ya próximo el ocaso, en los tajos  por  un jornal de diez reales.

Esto sucedía, como he  podido constatar, el día  8 de agosto de 1.936, y el día 1 del mismo mes había tenido lugar el primer “asesinato” en la retaguardia, después de la    quema de todas las imágenes y ocupación de la Iglesia para fines “cívicos”. Así empezó en un pueblo de España, la enorme sangría fraticida

Seis días después del episodio del hombre del camino, Frasco Porras dijo a los padres del niño que lo descubrió y posiblemente salvó:  “Al hombre que socorrimos hace unos días, lo han matado en su propia casa; con una coyunda lo han amarrado a un pilar de obra de la vivienda y, delante de él, han violado a su mujer e hija. Después acabaron con su vida”.