SEQUÍA
Y LLUVIA SOBRE LOS CAMPOS
Aquel año, lo avanzado del otoño hacía temer al campesino que a la llegada del verano “no se iba a poner era”, y ello sellaba en
su cara un rictus de desasosiego y preocupación. Pese a que
durante toda una semana la luna llevaba cerco, señal, según la atávica
experiencia, de que la lluvia estaba próxima,
los días pasaban sin que los resecos terrones se mojaran, y lo avanzado de la estación de las siembras tempranas (cebadas, alcaceles para
pastos que evitan comprar piensos, arbejas, yeros, altramuces, etc) preocupaba al hombre del campo que no preñaran las besanas, en donde residen las promesas de panes y esperanzas de
vida.
Pero el agricultor vio como, aunque tardías, las lluvias bajaron de los cielos, “calaeras”, en millones de filamentos
verticales, que de inmediato al besar la
faz de la tierra movilizaba miriadas de pajarillos que, exultantes y gorjeando, bendecían la mojada tierra en
vuelos rasantes. La cara del labriego se tornó jovial y eufórica.
Apenas dos
días después de escampar, los campos labrantíos eran un hervidero de yuntas abriendo besanas y
amelgando barbechos ya esponjados y atemperados en donde, pintadas, o a voleo,
el terruñero iba esparciendo las
semillas que pronto serían mantas verdes
sobre el marrón de los campos.