NOTA PREVIA: Estos
minirelatos literarios forman parte del contenido de un pequeño libro que, con el mismo título,
preparo, al tiempo que el ya muy avanzado, “ECOS DE LA ALHÓNDIGA ”, también
relatos y cuentos que tratan de recoger
(D.M) aquella profunda cultura campesina, ya desaparecida (como casi la
propia agricultura), de hombres enraizados en la tierra, amigos del sol, de las sembraduras en
sementeras otoñales, de las barcinas
y trillas acompasados con cantes de temporeras, de los arcos iris al escampar las bruscas que temperan los campos .
Algunos de ellos ya han sido publicados en el
periódico digital, “El Aguijón”, pero no
se volverán a insertar por cosas de la política, ¡ah los políticos! Por 47.000.000 de habitantes anda España y
dicen que hay 450.000 políticos, o sea, uno por cada 100 habitantes de media;
basta que a su cabeza se ponga cualquier Atila para que esta caterva, en su mayoría indigentes intelectuales
disidentes de la ética (y de la estética), arrasen España, que es lo que están haciendo.
***
MINIRELATOS
A mi amigo bueno, José Juan Bedoya.
I
El chopo de la ribera
Conservo aún en mi vieja memoria
aquellos ocasos estivales vividos
a la vera del Guadalhorce. Dulces recuerdos de mieles juveniles. En la estación
de la armonía, cotidianamente en los rojos ocasos el ruiseñor,
velado por el cendal de trémulas hojas verdiblancas del chopo de la
ribera, prodigaba sus mágicas cadencias líricas. En otra estación, la
oropéndola de cuerpo amarillo y oscuras alas, suplía al ruiseñor en la grata
estancia del alto chopo dispersando a
la brisa su llamativo y espaciado canto, nana de mi niñez en los lares del
cortijo labrantío: tiri-aliuuu.
Igual que yo, el
chopo de la ribera sentiría íntimo amor por los pájaros cantores, cuyas
algarabías de pipiares a la hora de la “queá” en los árboles del soto, era en
los melancólicos atardeceres campesinos la alegría de los niños, a los que, sin ellos saberlo, la tierra de su
nacencia y crianza, les había nutrido de un alma de poetas.
II
Los galápagos
En los quijeros de la vasta acequia del Barullo que riega la dilatada vega, fuera de sus duras
caparazones las gráciles cabecillas con ojos tristes, tomaban el sol, matutino y
vespertino, hileras de galápagos. Espantados a mi paso acequia arriba hacia el atraque de la mimbre, como las fichas
de dominó que caen iban tirándose, resbalados, al acuoso cauce en cuyas aguas
se guarecían.
III
Hormigas
y cigarra
A Pablo y Lucía, mis nietos.
Arrastrando a duras penas entre cuatro o más individuos un grano de trigo, cebada,
una miaja de pan o un pellizco de comida que les cayera de su merienda a
los campesinos (cualquiera de estas cosas era cinco veces más grande que sus
mínimos y veloces cuerpecillos), una
febril colonia de hormiguillas roji-negras entraban y salían a toda bulla del hormiguero, que tenían bajo el terrizo y compacto suelo del sombrajo de
gañanía.
Iban del boquete de salida a la era próxima, distante diez
pasos, en donde se trillaban las mieses, y, volvían arrastrando a trancas y
barrancas su cereal botín. Esforzada tarea de acarreo por un caminillo de pasos
sobre el que el inclemente sol estival sacaba chirivitas. Siempre me pregunté
¿qué ocurre después dentro del hormiguero durante todos los días del año?
Ni Henri Fabre en su libro, “La vida de los insectos”, ni Maurice
Metternich en el suyo, “La vida de las
hormigas”, que leí con fruición muy joven, alcanzaron a aclararme este insondable
misterio de la creación. En realidad de verdad, la creación toda es eso,
misterio que dan fe de otro gran Misterio.
Al tiempo que las mínimas hormiguillas hacían su labor, la cigarra aserraba con su monótona
salmodia la madera de la rama de un
almendro cercano. ¿Qué vegetales secretos de aquel astroso y centenario
almendro de maderas astilladas nos quería transmitir la cigarra? Lo cierto es que su canto también forma parte
de la armónica partitura que constituye la creación universal.
IV
La “escama” de la culebra
A la memoria de aquel porquerillo...
Entre los traspillados matojos del lindazo que separa dos
hazas, estaba el pellejo blanquecino y viscoso que la culebra gruesa y larga de
los manchones, había mudado. Aprensión, recelo...: ella no andaría lejos y, no
hacía mucho tiempo ahogó a una marrana primala cuando careaba en el rastrojo
cercano.
V
El pajarito del agua
Primeros chubascos otoñales. El ínfimo pajarito que llamaban
los niños, “Pajarito del agua”, desparramaba su dicharachero y agorero gorjeo saltando de rama en rama en la copa del álamo gigante
en cuyo tronco, los enamorados que bajaban por la realenga habían
dibujado con sus albaceteñas navajas “payá”corazones
hendidos por la flecha de Cupido. Los
días tristes en que la brisa venía
henchida de humedad, bajo la copa del generoso álamo los niños interpelaban al
pajarillo cantándole: “Pajarito del agua
¿lloverá?...” El leve ramillete con plumas y alas de plata les contestaba con su trino: “Si señor, sí señor, si señoooooor...”
De levante llegaba un relajante frescor de viento ¡Qué serenas se nos antojan las tardes autumnales del recuerdo...!
VI
Mi pueblo; santo y seña
Al cartameño más
bueno
Pepe González Marín
Pepe González Marín
que
me enseñó amar a Cártama,
con mi amistad en la memoria.
Abril. Trepidante alboroto de los esquilones de la ermita mariana y, al
unísono, un tropel sonoro de campanas parroquiales que no querían ir a la zaga de las pequeñinas del monte.
El celeste añil del cielo era moteado en
negro por raudos aviones, vencejos y
golondrinas. Allá en el azul cobalto, explota un cohete, y otro, y otro..., que
no alcanzan a silenciar los arrobados
compases de las bandas de
música. El aire trae efluvios de cera que alumbra. Por las encendidas
calles del pueblo, la grácil y amada
imagen de la Virgen
de Los Remedios es posesionada por millares y millares de devotos que enlazan
generaciones con generaciones de siglo en siglo. Es un 23 de abril en Cártama,
mi pueblo.