miércoles, 24 de octubre de 2012

RELATOS BREVES


      EL ALMUERZO, UN RITO DE ANTAÑO

A “Paquito Pupilo” y su hermano “Miguelón”, braceros y amigos fraternales,   que hubieron  de emigrar para  vivir y morir con añoranzas  del terruño sureño, en las frías y brumosas tierras del norte.

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            Las campanas de la Ermita serrana (con las parroquiales, fueron antaño reloj de jornaleros y pobres),   anunciaban otrora con sus angelicales arpegios metálicos que eran las doce, que el día horario se había partido en dos y, había llegado en los campos labrantíos la hora del  almuerzo. Los campesinos ya tenían volteada media jornada en su dura faena.

            Por las  veredas,  angosturas y sendas de herraduras, bajaban puntualmente hacia la vega  una goteada  procesionaria de mujeres y chavales que iban a llevarle la comida a esposos o padres. 

             Colgado del hombro con un ramal de esparto o pita  ad hoc,  llevaban el canasto de cañas y olivo; dentro de él  el pan moreno, la fiambrerilla  con tomates y papas fritas, o pimientos fritos  guarnecidos con un huevo, o unas manecillas  de boquerones, jureles o, cosa parecida, de lo que debía dejar algo para la hora de la merienda, y como postre, a veces, una batata cocida, cuando no naranjas cajeles o calabacitas, o un puñado de higos prensados, a lo que se le solía sumar  alguna granada o melón si se estaba en  la estación  de estos frutos .

            En la mano del lado contrario, cogida con un trozo de guita gruesa  amarrada a las asas, la olla con cazuela de papas, de fideos o de arroz claro, casi nunca con carne (eran los años de la “churripampa”. Sentados en algún terrón o en el jato de la bestia, yantaban el contenido de la olla y el canasto, para después, sacar tabaco de picadura, librito Bambú, “mistero” de ruedecilla y mecha para líar  un cigarro. Y cumplida una hora de “comida” se reanudaba la áspera tarea, dividida en dos reveso, y dar de mano casi poniéndose el sol. Este era el yantar  de los ascéticos  jornaleros de posguerra, con  jornadas de sol a sol, cual era costumbre consuetudinaria, hasta que Franco en el Fuero de los Trabajadores, la implantó de 8 y 6 horas, según lo duro de la faena.

Dentro de lo anedóctico, aquel niño oyó la noche antes que su madre le decía a su padre: "Mañana te voy a mandar cazuela de papas con carne; la vecina me ha regalado un cacho de lomo y con él voy a hacer una cazuela para tí, que trabajas mucho.El niño le llevó al día siguiente el canasto y la olla, y durante el trayecto se acordó de la carne  que la tentación irrefrenable  y el hambre, le indujo a comérsela". El padre cuando abrió la olla y vio que no había carne bramó. El niño para defender a su madre quiso arreglar la cosa de esta guisa: "Padre es que por el camino me he caído y se ha volcado la olla, y lo único que he podido recoger es el caldo..."

            Cuando aquellas abnegadas  mujeres volvían a casa, ya los pequeños habían dado cuenta del almuerzo que les dejó preparado, tomaba ella un piscolabis, y les lavaba cara y manos para en cuanto las campanas tocaran a vísperas, din din, din don..., ponerle en la mano pizarra con pizarrín, el Catón y la Enciclopedia Álvarez y... “venga a correr y no llegar  tarde a la escuela que os tenéis que hacer hombres de provecho” Y uno viendo los pros y los contras se pregunta: ¿De provecho para quien es el saber de los pobres?  

            Así de dura era aquella época de postguerra para mayores y niños, pero no sabíamos que era la droga, conocíamos el nombre del vecino y lo respetábamos como a los padres, no sentíamos miedo salvo a las pesadillas, las “bichas” y los “tíos mantequitas”;  si nos sobraba en el bolsillo una perrachica (5 ctmos de peseta) que nos diera la madre para alguna chuchería sabíamos desprendernos de ella si algún pobre  suplicaba  “niño..., una limosnita por Dios”; que pena sentíamos cuando por no tener un puto céntimo teníamos  que contestar al anhelante pobre: "Hermano, perdone por Dios..." , y más sentimiento sentíamos ante la sonrisa resignada y comprensiva de aquel desafortunado ser, al que en todo caso le dábamos un apretón en el brazo. 

           No sabíamos que eran los derechos humanos porque casi todos los humanos caminaban derechos; sabíamos jugar con los animales y hacernos con herramientas bastas nuestras propias carretitas y camionetitas para jugar  (no tenían nuestros padres  dinero para juguetes, a veces ni para zapatos), rezábamos la oración de la noche y de la mañana con nuestras madres, y, para terminar hoy un tema que es  interminable, desde niño el ejemplo que recibíamos de los mayores era que la honestidad es el mayor orgullo de la persona humana y la mentira una maldición.

             Hoy,  una esperanza: El retorno de la verdadera vida, simple como una gota de lluvia, limpia como un cielo de abril, leve como la brisa de la mañana, pan y justicia.

             Y, mañana será otro día, D. M.