Nacida brizna, llegó a bicentenaria
y frondosa encina a la vera de un camino que serpea
por la ladera de una pina montaña, hasta trasponer por su cima a otro término municipal.
Su umbrosa
copa ofreció siempre generosa sombra a cansados caminantes, y fue grato lugar de
sesteo para piaras
de ganados. Sus prietos y dulces frutos mitigaban el hambre de toda una fauna
autóctona y, a veces, la del transeúnte.
Con tal probidad vivió
siempre la enorme encina que, por
ello, la gratitud de senderistas
llamaron a la trocha: “El camino de la
encina”, para perpetuar su memoria y
noble condición de árbol.
Durante
siglos, en algunos inviernos la noble cupulífera
fue zarandeada por furiosas ventiscas, huracanes y tempestades, que
le desfoliaron y le arrancaron de cuajo alguna que otra rama. Pese a todo, ella permanecía impertérrita, segura de que con la primavera le volverían a rebrotar y a reaparecer el verde follaje que daría sombra a senderistas y ganados de toda laya; en los estíos las flores se trocaban, como siempre en nutrientes frutos. En su oronda y tupida copa seguían anidando bandadas
de avecillas canoras que, cada
atardecer, ofrecían al cielo su inefable
salmodia de pipiares.
Pero un día,
un imponente enjambre de viles bestezuelas (termitas, orovivos, hormigas,
cucarachas, etc) que antes, bajo su bondadosa condición, medraban por el exterior de su corteza, juzgaron
más lucrativo libar directamente de la
sabia que corría por los vasos leñosos y
liberianos de la proba encina. Estos furtivos y ruines billejos, dieron millones de mordiscos en el noble corazón vegetal hasta conseguir vaciarlo de sabia
y ahuecar el maderamen del
fornido tronco, de tal forma, que ya una leve brisa, haciendo vela en su copa,
fue suficiente para dar con la encina en tierra, abatida e indefensa hasta morir.
Moraleja.-
En el correlato humano de este breve relato, a un hombre cabal, al que ni una guerra civil, ni ruinas
provocadas por robos perpetrados por ladrones de baja estirpe moral, sin cuajo, e infraternos egoístas disfrazados de “abeles”, igual que a la encina, le abatieron moral y económicamente mediante
una maquinación conformada por ellos, sus cónyuges, sus proles y
cónyuges de su prole, a los que llamaremos, por decir algo, las Leonor, las María o las Encarnas, aplicándole tortura psíquica, linchamiento moral, coacciones indecibles, maltrato y quiebra de su hacienda y fama hasta sumirlo en la total precariedad moral y médica por gravísimas somatizaciones derivadas de treinta y cinco años de persecución de este tenor que lo tuvieron varias veces al borde de la muerte.
Ya lo díjo el sabio griego Zenón: ¿Veis esos cachorros, hijos del mismo padre y de la misma madre, que corretean jugando juntos, se besan, brincan alegres como cascabeles...? Pues ayuntarlos con alguna que otra hembra, echad en medio de ellos un hueso; veréis que pasa.
Ya lo díjo el sabio griego Zenón: ¿Veis esos cachorros, hijos del mismo padre y de la misma madre, que corretean jugando juntos, se besan, brincan alegres como cascabeles...? Pues ayuntarlos con alguna que otra hembra, echad en medio de ellos un hueso; veréis que pasa.