jueves, 21 de febrero de 2013

FABULILLA DE LA VIEJA ENCINA

                                     

                                                                          
            Nacida  brizna, llegó a   bicentenaria y  frondosa encina a la vera  de un camino  que  serpea  por la ladera de una  pina montaña, hasta  trasponer por su cima a  otro término municipal.

            Su umbrosa copa ofreció siempre generosa sombra a  cansados caminantes, y fue grato lugar de sesteo  para   piaras de ganados. Sus prietos y dulces frutos   mitigaban  el hambre de toda una  fauna  autóctona y, a veces, la del  transeúnte. 

            Con tal probidad  vivió  siempre la enorme encina  que, por ello,  la gratitud de senderistas llamaron a la trocha: “El camino de la encina”,  para perpetuar su memoria y noble condición de árbol.

            Durante siglos,  en algunos inviernos la noble cupulífera  fue zarandeada por  furiosas ventiscas, huracanes y tempestades, que  le desfoliaron y le arrancaron de cuajo alguna que otra  rama. Pese a todo, ella  permanecía  impertérrita, segura de que con la  primavera le volverían a rebrotar y  a reaparecer el verde follaje que daría sombra a senderistas y ganados de toda laya; en los estíos las flores se trocaban, como siempre en  nutrientes  frutos.  En su oronda y tupida copa seguían  anidando  bandadas   de avecillas canoras que, cada atardecer,  ofrecían al cielo su inefable salmodia de pipiares.

            Pero un día, un imponente enjambre de viles bestezuelas (termitas, orovivos, hormigas, cucarachas, etc) que antes, bajo su bondadosa condición,  medraban por el exterior de su corteza, juzgaron  más lucrativo libar directamente de la sabia que corría por  los vasos leñosos y liberianos de la proba encina. Estos furtivos y ruines billejos, dieron millones de mordiscos en el noble corazón vegetal hasta conseguir vaciarlo  de sabia  y  ahuecar el maderamen del fornido tronco, de tal forma, que ya una leve brisa, haciendo vela en su copa, fue suficiente para dar con la encina  en tierra, abatida e indefensa hasta morir.

            Moraleja.- En el correlato humano de este breve relato, a un  hombre cabal, al que ni una guerra civil, ni ruinas provocadas por robos perpetrados por ladrones de baja estirpe moral, sin cuajo, e infraternos egoístas  disfrazados de “abeles”, igual que a la encina,  le abatieron moral y económicamente mediante una maquinación conformada por ellos,  sus cónyuges, sus proles y cónyuges de su prole, a los que llamaremos, por decir algo,  las Leonor, las María o las Encarnas,  aplicándole tortura psíquica, linchamiento moral, coacciones indecibles, maltrato y quiebra de su hacienda y fama hasta sumirlo en la total precariedad moral y médica por  gravísimas somatizaciones derivadas de treinta y cinco años de persecución de este tenor que lo tuvieron varias veces al borde  de la muerte.  

            Ya lo  díjo el  sabio griego Zenón:  ¿Veis esos cachorros, hijos del mismo padre y de la misma madre, que corretean jugando juntos, se besan, brincan alegres como cascabeles...? Pues ayuntarlos con alguna que otra  hembra,  echad en medio de ellos un hueso; veréis que pasa.