Una
esplendente mañana estival, con el sol
aún amortiguada su insolencia por las
frescas brumas de la aurora embozada a media tumbaga tras los montes, un
enorme galgo de letales instintos cinegéticos, negro como una parca de las que en su Divina Comedia cita el
Dante, perseguía, cada vez más cerca de
su jopo, a una liebre que intentaba
escapar de la muerte con velocidad de
vértigo a media ladera y a favor del viento hacia un melosal de espesa hojarasca no muy lejano, en donde escabullirse y librarse de las mortales fauces del lebrel.
En esas iba el lebrasto, pues macho
era, cuando una canora alondra suspendida del cielo sobre el otero con
imperceptible y grácil tremular de sus alas,
ofrecía al gran Dios la matinal y dulce jaculatoria de cada día. Qué nacido y criado en el campo no ha visto
alguna vez una alondra levitando en el cielo,
y desgranando su particular oración con estremecidos arpegios, al tiempo
que la abubilla zascandilea en las boñigas del camino ó, la alzacola salta de
rama en los granados cabe el camino mientras los platillos de la carreta acompañan la abandolada temporera que a su yunta le canta el carretero, y el lejano ladrar de perros se mitiga con el despuntar del día.
Pero en la vida, por desgracia, también hay dramas.
A la alondra, exultante de misticismo panteísta, no se le ocurrió otra
cosa que interpelar a la liebre durante su desenfrenada carrera de esta guisa: “¡Oh hermana liebre, aminora tu loca carrera y
repara en las inspiradas invocaciones que mi canora garganta eleva al Creador
de tantas maravillas en la tierra como en los insondables
cielos. Ceja en tu desaforado correr y escúchame, que las prisas irreflexivas conducen a la perdición...”
En una de las maniquetas que al socaire
de una coscoja hizo la liebre para alejarse un tanto del inmisericorde galgo,
mirando de soslayo a la beata avecilla le endilgó: “¡Hipócrita, pa cantiñas voy yo...! Más
valdría, y agradaría a Dios, te tires en picado, cual es el don de tus alas, desde ese altar lírico en el que cantas cuando otros sufren, sobre el lomo del malvado lebrel, le picotees el rabo y la rabadilla para
distraerlo y, así, yo escaparía de la muerte a que me lleva sentenciada sin apelación posible”.
No echo mano de moraleja alguna, que la tiene. Sáquenla cada cual de su
propio caletre.