domingo, 3 de febrero de 2013

¡¡PA CANTIÑAS VOY YO...!!





        Una esplendente mañana estival, con el  sol aún amortiguada  su insolencia por las frescas brumas de la aurora embozada  a media tumbaga tras los montes,  un  enorme galgo de letales instintos cinegéticos, negro como una parca de las que en su Divina Comedia cita el Dante,  perseguía, cada vez más cerca de su jopo, a una liebre  que intentaba escapar  de la muerte con velocidad de vértigo a media ladera y a favor del viento hacia un melosal de espesa   hojarasca no muy lejano, en donde escabullirse y librarse de las mortales fauces  del  lebrel.

         En esas iba el lebrasto, pues macho era,  cuando una canora alondra   suspendida del cielo sobre el otero con imperceptible y grácil tremular de sus alas,  ofrecía al gran Dios la matinal y dulce jaculatoria   de cada día. Qué  nacido y criado en el campo no ha visto alguna vez  una alondra levitando en el cielo, y desgranando su particular oración con estremecidos arpegios, al tiempo que la abubilla  zascandilea en  las boñigas  del camino ó, la alzacola salta de rama en los  granados cabe el camino mientras los platillos de la carreta acompañan la abandolada temporera que a su yunta le canta el carretero, y el lejano ladrar de perros se mitiga con el despuntar del día.

         Pero en la vida, por desgracia, también hay dramas.  A la alondra, exultante de misticismo panteísta, no se le ocurrió otra cosa que interpelar a la liebre durante  su desenfrenada carrera de esta guisa: “¡Oh hermana liebre, aminora tu loca carrera y repara en las inspiradas invocaciones que mi canora garganta eleva al Creador de tantas maravillas  en la tierra como en los insondables cielos. Ceja en tu desaforado correr y escúchame, que  las prisas irreflexivas  conducen a la perdición...  

         En una de las maniquetas que al socaire de una coscoja hizo la liebre para alejarse un tanto del inmisericorde galgo, mirando de soslayo a la beata avecilla le endilgó: “¡Hipócrita, pa cantiñas voy yo...!  Más valdría, y agradaría a Dios,   te tires en picado, cual es el don de tus alas, desde ese altar lírico en el que cantas cuando otros sufren, sobre el lomo del malvado lebrel, le picotees el rabo y la rabadilla para distraerlo y, así, yo escaparía  de la muerte a que me lleva sentenciada sin apelación posible”.

         No echo mano  de moraleja  alguna, que la tiene. Sáquenla cada cual de su propio caletre.